¿Qué es la Ilustración? (Michel Foucault)

Alción Ed., Córdoba (Arg.), 2002 [1984], pp. 81-108.



En nuestros días, cuando un diario les plantea una pregunta a sus lectores es para pedirles su parecer sobre un tema en el que cada uno ya tiene su opinión; no se arriesgan a aprender mucho. En el siglo XVIII, preferían interrogar al público sobre problemas a los que justamente aún no se tenía respuesta. No sé si era más eficaz; era más divertido.
Lo cierto es que en virtud de ese hábito un periódico alemán, la Berlinische Monatschrift, en diciembre de 1784, publicó una respuesta a la pregunta: Was ist Aufklärung?[1] Y esa respuesta era de Kant.
Texto menor, tal vez. Pero me parece que con él entra discretamente en la historia del pensamiento una pregunta a la cual la filosofía moderna no ha sido capaz de responder, pero de la cual nunca logró desembarazarse. Y bajo formas diversas, hace ya dos siglos que la repite. De Hegel a Horckheimer o a Habermas, pasando por Nietzsche o Max Weber, casi no hay filosofía que directa o indirectamente no se haya enfrentado a la misma pregunta: ¿cuál es entonces ese acontecimiento que se llama Aufklärung y que ha determinado al menos en parte lo que somos, lo que pensamos y lo que hacemos hoy? Imaginemos que la Berlinische Monatschrift aún existiera en nuestros días y que les planteara a sus lectores la pregunta: “¿Qué es la filosofía moderna?”; quizás se podría responderle en eco: la filosofía moderna es la que intenta responder a la pregunta lanzada hace dos siglos con tanta imprudencia: Was ist Aufklärung?

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Detengámonos algunos instantes en el texto de Kant. Por varias razones, merece retener nuestra atención.
1) A esa misma pregunta también acababa de responder Moses Mendelssohn en el mismo diario dos meses antes. Pero Kant no conocía ese texto cuando había redactado el suyo. Ciertamente, no data de ese momento el encuentro del movimiento filosófico alemán con los nuevos desarrollos de la cultura judía. Hacía ya unos treinta años que Mendelssohn estaba en esa encrucijada en compañía de Lessing. Pero hasta entonces se había tratado de darle derecho de ciudadanía a la cultura judía dentro del pensamiento alemán –lo que Lessing había intentado hacer en Die Juden[2]- o incluso de extraer problemas comunes al pensamiento judío y a la filosofía alemana: es lo que Mendelssohn había hecho en las Conversaciones sobre la inmortalidad del alma.[3] Con los dos textos aparecidos en la Berlinische Monatschrift, la Aufklärung alemana y la Haskala judía reconocen que pertenecen a la misma historia; procuran determinar de qué proceso común derivan ambas. Y era tal vez una manera de anunciar la aceptación de un destino común, del cual es sabido a qué drama debía conducir.
2) Pero hay más. En sí mismo y en el interior de la tradición cristiana, ese texto plantea un problema nuevo.
No es por cierto la primera vez que el pensamiento filosófico procura reflexionar sobre su propio presente. Pero esquemáticamente puede decirse que esa reflexión había tomado hasta entonces tres formas principales:
- Se puede representar el presente como perteneciente a determinada época del mundo, distinta de las otras por algunos caracteres propios, o separada de las otras por algún acontecimiento dramático. Así en El Político de Platón los interlocutores reconocen que pertenecen a una de esas revoluciones del mundo en que éste gira al revés, con todas las consecuencias negativas que eso puede tener;
- También se puede interrogar el presente para tratar de descifrar en él los signos anunciadores de un acontecimiento próximo. Se tiene entonces el principio de una suerte de hermenéutica histórica de la que Agustín podría ser un ejemplo;
- Igualmente se puede analizar el presente como un punto de transición hacia la aurora de un mundo nuevo. Es lo que describe Vico en el último capítulo de los Principios de una ciencia nueva en torno a la naturaleza común de las naciones[4]; lo que ve “hoy” es “la más completa civilización que se difunde entre los pueblos sometidos la inmensa mayoría a algunos grandes monarcas”; es también “la Europa brillante con una incomparable civilización”, que abunda por último “en todos los bienes que componen la felicidad de la vida humana”.

Ahora bien, la manera en que Kant plantea la cuestión de la Aufklärung es totalmente diferente: ni una época del mundo a la que se pertenece, ni un acontecimiento cuyos signos se perciben, ni la aurora de una realización. Kant define a la Aufklärung de manera casi íntegramente negativa, como una Ausgang, una “salida”, un “resultado”. En sus otros textos sobre la historia, ocurre que Kant plantee cuestiones de origen o que defina la finalidad interna de un proceso histórico. En el texto sobre la Aufklärung, la cuestión concierne a la pura actualidad. No procura comprender el presente a partir de una totalidad o de una consumación futura. Busca una diferencia: ¿qué diferencia introduce el hoy con respecto al ayer?
3) No entraré en los detalles del texto que no siempre es muy claro a pesar de su voluntad. Quisiera simplemente retener tres o cuatro de sus rasgos que me parecen importantes para comprender cómo planteó Kant la cuestión filosófica del presente.
Kant indica en seguida que esa “salida” que caracteriza a la Aufklärung es un proceso que nos libera del estado de “minoridad”. Y por “minoridad” entiende un estado determinado de nuestra voluntad que nos hace aceptar la autoridad de algún otro para conducirnos en los dominios en los que conviene hacer uso de la razón. Kant da tres ejemplos: nos hallamos en estado de minoridad cuando un libro ocupa el lugar del entendimiento, cuando un director espiritual ocupa el lugar de la conciencia, cuando un médico decide por nosotros nuestro régimen (señalemos al pasar que se reconoce fácilmente el registro de las tres críticas, aun cuando el texto no lo diga explícitamente). En todo caso, la Aufklärung es definida por las modificaciones de la relación preexistente entre la voluntad, la autoridad y el uso de la razón.
También hay que advertir que esa salida es presentada por Kant de manera bastante ambigua. La caracteriza como un hecho, un proceso desarrollándose; pero también la presenta como una tarea y una obligación. Desde el primer párrafo, hace notar que el hombre mismo es responsable de su estado de minoridad. Por lo tanto hay que concebir que no podrá salir de él sino mediante un cambio que él mismo operará sobre sí mismo. De manera significativa, Kant dice que esa Aufklärung tiene una “divisa” (Wahlspruch): ahora bien, la divisa es un rasgo distintivo por el cual uno se hace reconocer; es también una consigna que uno se da a sí mismo y que se propone a los demás. ¿Y cuál es esa consigna? Aude saper, “ten el coraje, la audacia de saber”. Por lo tanto hay que considerar que la Aufklärung es a la vez un proceso del que los hombres forman parte colectivamente y un acto de coraje que debe efectuarse personalmente. Son a la vez elementos y agentes del mismo proceso. Pueden ser sus actores en la medida en que forman parte de él; y éste se produce en la medida en que los hombres deciden ser sus actores voluntarios.
Una tercera dificultad aparece en el texto de Kant. Reside en su empleo de la palabra Menschleit. Es sabida la importancia de esta palabra en la concepción kantiana de la historia. ¿Hay que comprender que es el conjunto de la especie humana el que es tomado dentro del proceso de la Aufklärung? Y en ese caso, hay que imaginar que la Aufklärung es un cambio histórico que concierne a la existencia política y social de todos los hombres sobre la superficie de la tierra. ¿O hay que comprender que se trata de un cambio que afecta a lo que constituye la humanidad del ser humano? Y se plantea entonces la cuestión de saber lo que es ese cambio. Allí también la respuesta de Kant no está desprovista de cierta ambigüedad. En todo caso, bajo un aspecto simple, es bastante compleja.
Kant define dos condiciones esenciales para que el hombre salga de su minoridad. Y esas dos condiciones son a la vez espirituales e institucionales, éticas y políticas.
La primera de esas condiciones es que se distinga bien lo que depende de la obediencia y lo que depende del uso de la razón. Para caracterizar brevemente el estado de minoridad, Kant cita la expresión corriente: “Obedezca, no razone”: tal es, según él, la forma en la que se ejerce generalmente la disciplina militar, el poder político, la autoridad religiosa. La humanidad se hará mayor no cuando ya no tenga que obedecer, sino cuando se le diga: “Obedezca, y podrá razonar tanto como quiera”. Hay que señalar que la palabra alemana empleada aquí es räzonieren; esta palabra, que también se halla empleada en las Críticas, no se refiere a un uso cualquier de la razón, sino a un uso de la razón en el que ésta no tiene otro fin más que sí misma; räzonieren es razonar por razonar. Y Kant da ejemplos, también en apariencia completamente triviales: pagar sus impuestos, pero poder razonar tanto como se quiera sobre la fiscalidad, eso es lo que caracteriza el estado de mayoría de edad; o incluso garantizar, si uno es pastor, el servicio de una parroquia conforme a los principios de la Iglesia a la cual se pertenece, pero razonar como se quiera con respecto a los dogmas religiosos.
Podría pensarse que allí no hay nada muy diferente de lo que desde el siglo XVI se entiende por libertad de conciencia: el derecho de pensar como uno quiera, con tal que se obedezca como es debido. Ahora bien, es allí donde Kant hace intervenir otra distinción y la hace intervenir de una manera bastante sorprendente. Se trata de la distinción entre el uso privado y el uso público de la razón. Pero agrega en seguida que la razón debe ser libre en su uso público y que debe ser sumida en su uso privado. Lo que es, término a término, lo contrario de lo que comúnmente se llama libertad de conciencia.
Pero hay que precisar un poco más. ¿Cuál es, según Kant, ese uso privado de la razón? ¿Cuál es el dominio en que se ejerce? El hombre, dice Kant, hace un uso privado de su razón cuando es “una pieza de una máquina”; es decir, cuando tiene un rol que cumplir en la sociedad y funciones que ejercer: ser soldado, tener que pagar impuestos, estar a cargo de una parroquia, ser funcionario de un gobierno, todo eso hace del ser humano un segmento particular en la sociedad; se encuentra situado por ello en una posición definida en la que debe aplicar reglas y perseguir fines particulares. Kant no pide que se practique una obediencia ciega y estúpida; sino que uno haga de su razón un uso adaptado a esas circunstancias determinadas; y la razón debe entonces someterse a esos fines particulares. Por lo tanto, allí no puede haber uso libre de la razón.
En cambio, cuando uno no razona más que para hacer uso de su razón, cuando uno razona en tanto ser razonable (y no en tanto pieza de una máquina), cuando uno razona como miembro de la humanidad razonable, entonces el uso de la razón deber ser libre y público. La Aufklärung no es pues solamente el proceso por el cual los individuos verían garantizada su libertad personal de pensamiento. Hay Aufklärung cuando hay superposición del uso universal, del uso libre y del uso público de la razón.
Ahora bien, esto nos conduce a una cuarta pregunta que hay que plantearle al texto de Kant. Se entiende que el uso universal de la razón (fuera de todo fin particular) sea asunto del sujeto mismo en tanto individuo; se entiende también que la libertad de ese uso pueda ser garantizado de manera puramente negativa por la ausencia de toda persecución contra él; ¿pero cómo garantizar un uso público de esa razón? Se ve que la Aufklärung no debe ser concebida simplemente como un proceso general que afecta a toda la humanidad; no debe ser concebida solamente como una obligación prescripta a los individuos: aparece ahora como un problema político. En todo caso, se plantea la cuestión de saber cómo el uso de la razón puede tomar la forma pública que le resulta necesaria, cómo la audacia de saber puede ejercerse en pleno día, mientras que los individuos obedecerán tan exactamente como sea posible. Y para terminar, Kant le propone a Federico II, en términos apenas velados, una suerte de contrato. Lo que se podría llamar el contrato del despotismo racional con la libre razón: el uso público y libre de la razón autónoma será la mejor garantía de la obediencia, con la condición sin embargo de que el principio político al cual se hace obedecer sea también conforme a la razón universal.

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Dejemos ese texto. No me propongo para nada considerarlo como si pudiera constituir una descripción adecuada de la Aufklärung; y pienso que ningún historiador podría satisfacerse con él para analizar las transformaciones sociales, políticas y culturales que se produjeron a fines del siglo XVIII.
No obstante, a pesar de su carácter circunstancial, y sin pretender darle un sitio exagerado dentro de la obra de Kant, creo que hace falta subrayar el vínculo que existe entre ese breve artículo y las tres Críticas. Describe en efecto a la Aufklärung como el momento en que la humanidad va a hacer uso de su propia razón, sin someterse a ninguna autoridad; ahora bien, es precisamente en este momento que la Crítica es necesaria, puesto que tiene el rol de definir las condiciones en las que el uso de la razón es legítimo para determinar lo que se puede conocer, lo que hay que hacer y lo que está permitido esperar. Es un uso ilegítimo de la razón el que hace nacer mediante la ilusión el dogmatismo y la heteronomía; en cambio, es cuando el uso legítimo de la razón ha sido claramente definido en sus principios que su autonomía puede ser garantizada. La Crítica es de algún modo el libro de a bordo de la razón hecha mayor en la Aufklärung; e inversamente, la Aufklärung es la edad de la Crítica.
Creo que también hay que subrayar la relación entre este texto de Kant y los demás textos consagrados a la historia. En su mayoría, éstos procuran definir la finalidad interna del tiempo y el punto hacia el cual se encamina la historia de la humanidad. Ahora bien, el análisis de la Aufklärung, definiendo a ésta como el pasaje de la humanidad a su estado de mayoría de edad, sitúa la actualidad con respecto a ese movimiento de conjunto y sus direcciones fundamentales. Pero al mismo tiempo muestra cómo, en el momento actual, cada uno se siente de alguna manera responsable de ese proceso de conjunto.
La hipótesis que quisiera exponer es que ese pequeño texto se halla de algún modo en la bisagra de la reflexión crítica y de la reflexión sobre la historia. Es una reflexión de Kant sobre la actualidad de su empresa. Sin duda, no es la primera vez que un filósofo da las razones que tiene para emprender su obra en tal o cual momento. Pero me parece que es la primera vez que un filósofo ligar así, de manera estrecha y desde el interior, la significación de su obra con relación al conocimiento, una reflexión sobre la historia y un análisis particular del momento singular en que escribe y a causa del cual escribe. La reflexión sobre el “hoy” como diferencia en la historia y como motivo para una tarea filosófica particular me parece que es la novedad de este texto.
Y considerándolo así, me parece que se puede reconocer en él un punto de partida: el esbozo de lo que se podría llamar la actitud de modernidad.
Sé que a menudo se habla de la modernidad como de una época o en todo caso como de un conjunto de rasgos característicos de una época; se la sitúa en un almanaque donde estaría precedida por una premodernidad más o menos ingenua o arcaica y seguida por una enigmática e inquietante “postmodernidad”. Y uno se interroga entonces para saber si la modernidad constituye la continuación de la Aufklärung y su desarrollo o si hay que ver en ella una ruptura o una desviación con respecto a los principios fundamentales del siglo XVIII.
Remitiéndonos al texto de Kant, me pregunto si no se puede considerar a la modernidad más bien como una actitud antes que como un período de la historia. Con actitud quiero decir un modo de relación con respecto a la actualidad; una elección voluntaria que es efectuada por algunos; por último, una manera de pensar y de sentir, también una manera de actuar y de conducirse que a la vez indica una pertenencia y se presenta como una tarea. Sin duda, algo como lo que los griegos llamaban un ethos. Por consiguiente, antes que pretender distinguir el “período moderno” de las épocas “pre” o “postmoderna”, creo que más valdría indagar cómo la actitud de modernidad, desde que se formó, se encontró en lucha con actitudes de “contra-modernidad”.
Para caracterizar brevemente esa actitud de modernidad, tomaré un ejemplo que es casi necesario: se trata de Baudelaire, ya que en él se reconoce en general a una de las conciencias más agudas de la modernidad en el siglo XIX.
1) A menudo se intenta caracterizar a la modernidad por la conciencia de la discontinuidad del tiempo: ruptura de la tradición, sentimiento de la novedad, vértigo de lo pasajero. Y es en verdad lo que parece decir Baudelaire cuando define a la modernidad por “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente”.[5] Pero ser moderno para él no es reconocer y aceptar ese movimiento perpetuo; es por el contrario tomar una determinada actitud con respecto a ese movimiento; y esa actitud voluntaria, difícil, consiste en reconquistar algo eterno que no está más allá del instante presente, ni detrás de él, sino en él. La modernidad se distingue de la moda que no hace más que seguir el curso del tiempo; es la actitud que permite captar lo que hay de “heroico” en el momento presente. La modernidad no es un hecho de sensibilidad hacia el presente fugitivo; es una voluntad de “heroificar” el presente.
Me contentaré con cita lo que dice Baudelaire sobre la pintura de los personajes contemporáneos. Baudelaire se burla de los pintores que, hallando muy fea la vestimenta de los hombres del siglo XIX, no querían representar más que togas antiguas. Pero la modernidad de la pintura no consistía para él en introducir los trajes negros en un cuadro. El pintor moderno será el que muestre esa sombría levita como “el traje necesario de nuestra época”. Es el que sabrá hacer ver en esa moda actual la relación esencial, permanente, obsesiva que nuestra época mantiene con la muerte. “El traje negro y la levita tienen no sólo su belleza poética, que es la expresión de la igualdad universal, sino también su poética que es la expresión del alma pública; un inmenso desfile de enterradores, políticos, amantes, burgueses. Todos celebramos algún entierro”.[6] Para designar esa actitud de modernidad, Baudelaire usa a veces una litote que es muy significativa, porque se presenta bajo la forma de un precepto: “Ustedes no tienen el derecho de despreciar el presente”.
2) Esta heroificación es irónica, por supuesto. En la actitud de modernidad, no se trata en absoluto de sacralizar el momento que pasa para intentar mantenerlo o perpetuarlo. Sobre todo no se trata de recogerlo como una curiosidad fugitiva e interesante: eso sería lo que Baudelaire llama una actitud de “vagabundeo”. El vagabundeo se contenta con abrir los ojos, prestar atención y coleccionar en el recuerdo. Al hombre de vagabundeo Baudelaire le opone el hombre de modernidad: “Va, corre, busca. Sin duda alguna ese hombre, ese solitario dotado de una imaginación activa, siempre viajando a través del gran desierto de los hombres, tiene un fin más elevado que el de un puro vagabundo, un fin más general, distinto del placer fugitivo de la circunstancia. Busca ese algo que se nos permitirá llamar modernidad. Se trata para él de extraer de la moda lo que ésta pueda contener de poético dentro de lo histórico.” Y como ejemplo de modernidad, Baudelaire cita al dibujante Constantine Guys. En apariencia, un vagabundo, un coleccionista de curiosidades; que se queda como “el último en todas partes donde puede resplandecer la luz, resonar la poesía, hormiguear la vida, vibrar la música, en todas partes donde una pasión puede posar la vista, en todas partes donde el hombre natural y el hombre de convención se muestran con una rara belleza, en todas partes donde el sol alumbra los goces rápidos del animal depravado”.[7]
Pero no hay que engañarse. Constantine Guys no es un vagabundo; lo que lo hace para Baudelaire el pintor moderno por excelencia es que en el momento en que el mundo entero duerme él se pone a trabajar y lo transfigura. Transfiguración que no es anulación de lo real, sino juego difícil entre la verdad de lo real y el ejercicio de la libertad; las cosas “naturales” se vuelven allí “más que naturales”, las cosas “bellas” se vuelven “más que bellas” y las cosas singulares parecen “dotadas de una vida entusiasta como el alma del autor”.[8] Para la actitud de modernidad, el alto valor del presente es indisociable del ensañamiento en imaginarlo, en imaginarlo distinto de lo que es y en transformarlo, no destruyéndolo, sino captándolo en lo que es. La modernidad baudelaireana es un ejercicio donde la extrema atención a lo real se enfrenta a la práctica de una libertad que a la vez acata lo real y lo viola.
3) No obstante, para Baudelaire, la modernidad no es simplemente una forma de relación con el presente; es también un modo de relación que hace falta establecer con uno mismo. La actitud voluntaria de modernidad está ligada a un ascetismo indispensable. Ser moderno es aceptarse a sí mismo tal como uno es dentro del flujo de los momentos que pasan; es tomarse a sí mismo como objeto de una elaboración compleja y severa: lo que Baudelaire llama, según el vocabulario de la época, el “dandysmo”. No recordaré páginas que son demasiado conocidas: aquéllas sobre la naturaleza “grosera, terrestre, inmunda”; sobre la revuelta indispensable del hombre con respecto a sí mismo; sobre la “doctrina de la elegancia” que impone “a sus ambiciosos y humildes sectarios” una disciplina más despótica que las más terribles religiones; las páginas, finalmente, sobre el ascetismo del dandy que hace de su cuerpo, de su comportamiento, de sus sentimientos y pasiones, de su existencia, una obra de arte. El hombre moderno, para Baudelaire, no es el que parte al descubrimiento de sí mismo, de sus secretos y de su verdad oculta; es el que busca inventarse a sí mismo. Esa modernidad no libera al hombre en su ser propio; lo constriñe a la tarea de elaborarse a sí mismo.
4) Por último, agregaré sólo una palabra. Esta heroificación irónica del presente, este juego de la libertad con lo real para su transfiguración, esta elaboración ascética de sí, Baudelaire no concibe que puedan tener su lugar en la sociedad misma o en el cuerpo político. No pueden producirse más que en otro lugar que Baudelaire llama el arte.

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No pretendo resumir con estos pocos rasgos ni el acontecimiento histórico complejo que fue la Aufklärung a fines del siglo XVIII ni tampoco la actitud de modernidad bajo las diferentes formas que puedo asumir en el curso de los dos últimos siglos.
Por una parte, quería subrayar el arraigamiento en la Aufklärung de un tipo de interrogación filosófica que problematiza a la vez la relación con el presente, el modo de ser histórico y la constitución de uno mismo como sujeto autónomo; por otra parte, quería subrayar que el hilo que puede ligarnos de esta manera con la Aufklärung no es la fidelidad a unos elementos de doctrina, sino más bien la reactivación permanente de una actitud; es decir, un ethos filosófico que se podría caracterizar como crítica permanente de nuestro ser histórico. Y es ese ethos lo que quisiera caracterizar muy brevemente.
A. Negativamente. 1) Ese ethos implica en primer lugar que se rechace lo que llamaré con gusto el “chantaje” con la Aufklärung. Pienso que la Aufklärung, como conjunto de acontecimientos políticos, económicos, sociales, institucionales, culturales, de los que dependemos todavía en gran parte, constituye un dominio de análisis privilegiado. Pienso también que como empresa de ligar mediante un vínculo de relación directa el progreso de la verdad y la historia de la libertad ha formulado una cuestión filosófica que se nos sigue planteando. Pienso finalmente –intenté mostrarlo a propósito del texto de Kant- que ha definido una manera determinada de filosofar.
Pero esto no quiere decir que haya que estar por o contra la Aufklärung. Incluso quiere decir precisamente que hay que rechazar todo lo que se presente bajo la forma de una alternativa simplista y autoritaria: o aceptan la Aufklärung y ustedes permanecen en la tradición de su racionalismo (lo que por algunos es considerado como positivo y por otros en cambio como un reproche); o critican la Aufklärung e intentan entonces escapar a esos principios de racionalidad (lo que una vez más puede ser tomado en buen o en mal sentido). Y no es salir de ese chantaje el introducir en él matices “dialécticos” tratando de determinar lo que pudo haber de bueno y de malo dentro de la Aufklärung.
Hay que tratar de hacer un análisis de nosotros mismos en tanto seres históricamente determinados en parte por la Aufklärung. Lo que implica una serie de investigaciones históricas tan precisas como sea posible; y esas investigaciones no estarán orientadas retrospectivamente hacia el “núcleo esencial de racionalidad” que puede hallarse en la Aufklärung y que habría que preservar de todas formas; estarán orientadas hacia “los límites actuales de lo necesario”: es decir, hacia lo que no es o ya no es indispensable para la constitución de nosotros mismos como sujetos autónomos.
2) Esa crítica permanente de nosotros mismos debe evitar las confusiones siempre demasiado fáciles entre el humanismo y la Aufklärung. No hay que olvidar nunca que la Aufklärung es un acontecimiento o un conjunto de acontecimientos y de procesos históricos complejos, que se situaron en determinado momento del desarrollo de las sociedades europeas. Ese conjunto implica elementos de transformación sociales, de tipos de instituciones políticas, de formas de saber, de proyectos de racionalización de los conocimientos y de las prácticas, de mutaciones tecnológicas que es muy difícil resumir en una palabra, aun cuando muchos de esos fenómenos todavía son importantes en la actualidad. Lo que yo señalé y en lo que me parece que he sido el fundador de toda una forma de reflexión filosófica no concierne más que al modo de relación reflexiva con el presente.
El humanismo es algo totalmente distinto: es un tema o más bien un conjunto de temas que han reaparecido en varias recuperaciones a través del tiempo en las sociedades europeas; esos temas, ligados siempre a juicios de valor, han seguido evidentemente variando mucho en su contenido así como en los valores que han conservado. Además, ha servido de principio crítico de diferenciación: hubo un humanismo que se presentaba como crítica del cristianismo o de la religión en general; hubo un humanismo cristiano en oposición a un humanismo ascético y mucho más teocéntrico (eso en el siglo XVII). En el siglo XIX, hubo un humanismo desconfiado, hostil y crítico con respecto a la ciencia; y otro que depositaba en cambio sus esperanzas en esa misma ciencia. El marxismo fue un humanismo, el existencialismo, el personalismo también lo fueron; hubo un tiempo en que se sostenían los valores humanistas representados por el nacionalsocialismo y en que los mismos stalinistas decían que eran humanistas.
De esto no hay que extraer la consecuencia de que todo lo que pudo apelar al humanismo deba rechazarse; sino de que la temática humanista es en sí misma demasiado flexible, demasiado variada, demasiado inconsistente para servir de eje en la reflexión. Y es un hecho de que al menos desde el siglo XVII lo que se llama humanismo ha estado siempre obligado a basarse en algunas concepciones del hombre tomadas de la religión, de la ciencia, de la política. El humanismo sirve para adornar y para justificar las concepciones del hombre a las que en verdad está obligado a recurrir.
Ahora bien, justamente creo que se le puede oponer a esa temática del humanismo, tan a menudo recurrente y siempre dependiente, el principio de una crítica y de una creación permanente de nosotros mismos en nuestra autonomía: es decir, un principio que está en el seno de la conciencia histórica que la Aufklärung tuvo de sí misma. Desde este punto de vista, desearía más bien una tensión entre Aufklärung y humanismo antes que una identidad.
En todo caso, confundirlos me parece peligroso; y por otra parte históricamente inexacto. Si bien la cuestión del hombre, de la especie humana, del humanista fue importante a lo largo de todo el siglo XVIII, creo que fue muy raramente que la Aufklärung se consideró a sí misma como un humanismo. Vale la pena señalar también que a lo largo del siglo XIX la historiografía del humanismo del siglo XVI, que fue tan importante en personas como Sainte-Beuve o Burckhardt, ha sido siempre distinguida y a veces explícitamente opuesta a la Ilustración y al siglo XVIII. El siglo XIX tuvo tendencia a oponerlos al menos tanto como a confundirlos.
En todo caso, creo que así como hay que escapar del chantaje intelectual y político “estar por o contra la Aufklärung”, hay que escapar del confusionismo histórico y moral que mezcla el tema del humanismo y la cuestión de la Aufklärung. Un análisis de sus relaciones complejas en el curso de los dos últimos siglos sería un trabajo por hacer, que sería muy importante para desenmarañar un poco la conciencia que tenemos de nosotros mismos y de nuestro pasado.
B. Positivamente. Aunque teniendo en cuenta estas precauciones, evidentemente hay que darle un contenido más positivo a lo que puede ser un ethos filosófico que consista en una crítica de lo que decimos, pensamos y hacemos, a través de una ontología histórica de nosotros mismos.
1) Ese ethos filosófico se puede caracterizar como una actitud límite. No se trata de un comportamiento de rechazo. Se debe evitar la alternativa del afuera y del adentro; hay que estar en las fronteras. La crítica es en verdad el análisis de los límites y la reflexión sobre ellos. Pero si la cuestión kantiana era saber qué límites debe renunciar a franquear el conocimiento, me parece que la cuestión crítica hoy debe ser invertida como cuestión positiva: en lo que nos es dado como universal, necesario, obligatorio, cuál es la parte de lo que es singular, contingente y debido a coacciones arbitrarias. Se trata en suma de transformar la crítica ejercida en la forma de la limitación necesaria en una crítica práctica en la forma del franqueamiento posible.
Como es obvio, esto trae como consecuencias que la crítica ya no se va a ejercer en la búsqueda de estructuras formales que tengan un valor universal, sino como investigación histórica a través de los acontecimientos que nos condujeron a constituirnos, a reconocernos como sujetos de lo que hacemos, pensamos, decimos. En este sentido, esa crítica no es trascendental y no tiene como fin hacer posible una metafísica: es genealógica en su finalidad y arqueológica en su método. Arqueológica –y no trascendental- en el sentido de que no procurará extraer las estructuras universales de todo conocimiento o de toda acción moral posible; sino que tratará los discursos que articulan lo que pensamos, decimos y hacemos como otros tantos acontecimientos históricos. Y esa crítica será genealógica en el sentido de que no deducirá de la forma de lo que somos lo que nos es imposible hacer o conocer; sino que extraerá de la contingencia que nos hizo ser lo que somos la posibilidad de ya no ser, hacer o pensar lo que somos, hacemos o pensamos.
No procura hacer posible la metafísica finalmente convertida en ciencia; procura volver a lanzar tan lejos y tan ampliamente como sea posible el trabajo indefinido de la libertad.
2) Pero para que no se trate simplemente de la afirmación o del sueño vacío de la libertad, me parece que esa actitud histórico-crítica debe ser también una actitud experimental. Quiero decir que ese trabajo hecho en los límites de nosotros mismos debe abrir por un lado un dominio de investigaciones históricas y por el otro someterse a la prueba de la realidad y de la actualidad, a la vez para captar los puntos en que el cambio es posible y deseable y para determinar la forma precisa que se debe dar a ese cambio. Es decir que esa ontología histórica de nosotros mismos debe abandonar todos los proyectos que pretendan ser globales y radicales. En efecto, es sabido por experiencia que la pretensión de escapar del sistema de la actualidad para brindar programas de conjunto de otra sociedad, otro modo de pensar, otra cultura, otra visión del mundo no llevaron de hecho más que a prorrogar las más peligrosas tradiciones.
Prefiero las transformaciones muy precisas que pudieron tener lugar desde hace veinte años en un número determinado de dominios que conciernen a nuestros modos de ser y de pensar, las relaciones de autoridad, las relaciones de sexos, la manera en que percibimos la locura o la enfermedad, prefiero esas transformaciones siquiera parciales que han sido realizadas dentro de la correlación del análisis histórico y de la actitud práctica que las promesas del hombre nuevo que repitieron los peores sistemas políticos a lo largo del siglo XX.
Caracterizaría pues al ethos filosófico propio de la ontología crítica de nosotros mismos como una prueba histórico-práctica de los límites que podemos franquear, y por ende como trabajo de nosotros mismos sobre nosotros mismos en tanto seres libres.
3) Pero sin duda que sería totalmente legítimo haber la siguiente objeción: al limitarse a ese género de investigaciones o de pruebas siempre parciales y locales, ¿no existe el riesgo de dejarse determinar por estructuras más generales cuya conciencia y cuyo dominio se corre el riesgo de no poseer?
Ante esto, dos respuestas. Es cierto que hay que renunciar a la esperanza de acceder alguna vez a un punto de vista que pudiera brindarnos acceso al conocimiento completo y definitivo de lo que puede constituir nuestros límites históricos. Y desde este punto de vista, la experiencia teórica y práctica que hacemos sobre nuestros límites y su franqueamiento posible es siempre en sí misma limitada, determinada y debe rehacerse.
Pero esto no quiere decir que todo trabajo no pueda hacerse sino en el desorden y la contingencia. Ese trabajo tiene su generalidad, su sistematicidad, su homogeneidad y su apuesta.
Su apuesta. Está indicada por lo que se podría llamar “la paradoja (de las relaciones) de la capacidad y del poder”. Es sabido que la gran promesa o la gran esperanza del siglo XVIII, o de una parte del siglo XVIII, estaba en el crecimiento simultáneo y proporcional de la capacidad técnica de actuar sobre las cosas y de la libertad de los individuos unos con respecto a otros. Por otra parte, se puede ver que a través de toda la historia de las sociedades occidentales (tal vez es allí donde se halla la raíz de su singular destino histórico –tan particular, tan diferente de los demás en su trayectoria y tan universalizante, dominante con respecto a los demás) la adquisición de capacidades y la lucha por la libertad constituyeron los elementos permanentes. Ahora bien, las relaciones entre crecimiento de capacidades y crecimiento de autonomía no son tan simples como el siglo XVIII podía creerlo. Se han podida observar qué formas de relaciones de poder eran transmitidas a través de tecnologías diversas (ya sea que se trate de producciones con fines económicos, de instituciones con fines de regulación social, de técnicas de comunicación): las disciplinas a la vez colectivas e individuales, los procedimientos de normalización ejercidos en nombre del poder de Estado, de exigencias de la sociedad o de regiones de la población son ejemplos de ello. La apuesta es entonces: ¿cómo desconectar el crecimiento de las capacidades y la intensificación de las relaciones de poder?
Homogeneidad. Lo que conduce al estudio de lo que se podría llamar los “conjuntos prácticos”. Se trata de tomar como dominio homogéneo de referencia no las representaciones que los hombres se dan a sí mismos, tampoco las condiciones que los determinan sin que lo sepan. Sino lo que hacen y la manera en que lo hacen. Es decir, las formas de racionalidad que organizan las maneras de obrar (lo que se podría llamar su aspecto tecnológico); y la libertad con la que actúan dentro de esos sistemas prácticos, reaccionando ante lo que hacen los demás, modificando hasta cierto punto las reglas de juego (es lo que se podría llamar el aspecto estratégico de esas prácticas). La homogeneidad de esos análisis histórico-críticos está entonces garantizada por el dominio de las prácticas con su aspecto tecnológico y su aspecto estratégico.
Sistematicidad. Esos conjuntos prácticos dependen de tres grandes órdenes: el de las relaciones de dominio sobre las cosas, el de las relaciones de acción sobre los otros, el de las relaciones con uno mismo. Esto no quiere decir que existan tres órdenes completamente extraños unos de otros. Es bien sabido que el dominio sobre las cosas pasas por la relación con los otros; y ésta implica siempre relaciones con uno mismo; e inversamente. Pero se trata de tres ejes cuya especificidad y cuya intrincación hace falta analizar: el eje del saber, el eje del poder, el eje de la ética. En otros términos, la ontología histórica de nosotros mismos tiene que responder a una serie abierta de preguntas, tiene que ver con un número no definido de investigaciones que se pueden multiplicar y precisar tanto como se quiera; pero que responderán siempre a la sistematización siguiente: cómo somos constituidos como sujetos de nuestro saber; cómo somos constituidos como sujetos que ejercen o sufren relaciones de poder; cómo somos constituidos como sujetos morales de nuestras acciones.
Generalidad. Por último, esas investigaciones histórico-críticas son verdaderamente particulares en el sentido de que se refieren siempre a un material, una época, un cuerpo de prácticas y de discursos determinados. Pero al menos en la escala de las sociedades occidentales de las que derivamos, tienen su generalidad: en el sentido de que hasta nosotros han sido recurrentes; así el problema de las relaciones entre razón y locura, o enfermedad y salud, o crimen y ley; el problema del sitio que debe darse a las relaciones sexuales, etc.
Pero si evoco esta generalidad no es para decir que haya que describirla en su continuidad metahistórica a través del tiempo, ni tampoco seguir sus variaciones. Lo que hace falta captar es en qué medida lo que sabemos de ella, las formas de poder que se ejercen en ella y la experiencia que en ella tenemos de nosotros mismos no constituyen sino figuras históricas determinadas por cierta forma de problematización que define objetos, reglas de acción, modos de relación con uno mismo. El estudio de (modos de) problematizaciones (es decir de lo que no es ni constante antropológica ni variación cronológica) es por lo tanto la manera de analizar en su forma históricamente singular cuestiones de alcance general.

*

Una palabras de resumen para terminar y regresar a Kant. No sí si alguna vez nos volveremos mayores. Muchas cosas en nuestra experiencia nos convencen de que el acontecimiento histórico de la Aufklärung no nos hizo mayores; y que todavía no lo somos. No obstante, me parece que se le puede dar un sentido a la interrogación crítica sobre el presente y sobre nosotros mismos que formuló Kant al reflexionar sobre la Aufklärung. Me parece que incluso es una manera de filosofar que no dejó de tener importancia ni eficacia desde los dos últimos siglos. Hay que considerar la ontología crítica de nosotros mismos no por cierto como una teoría, una doctrina, ni siquiera un cuerpo permanente de saber que se acumula; hay que concebirla como una actitud, un ethos, una vía filosófica donde la crítica de lo que somos es a la vez análisis histórico de los límites que se nos plantean y prueba de su franqueamiento posible.
Esta actitud filosófica debe traducirse en un trabajo de investigaciones diversas; éstas tienen su coherencia metodológica en el estudio a la vez arqueológico y genealógico de prácticas consideradas simultáneamente como tipo tecnológico de racionalidad y juegos estratégicos de libertades; tienen su coherencia teórica en la definición de las formas históricamente singulares en que han sido problematizadas las generalidades de nuestra relación con las cosas, con los demás y nosotros mismos. Tienen su coherencia práctica en la preocupación aportada para someter la reflexión histórico-crítica a la prueba de las prácticas concretas. No sé si hace falta decir hoy que el trabajo crítico todavía implica la fe en la Ilustración; pienso que sigue necesitando el trabajo sobre nuestros límites, es decir, una labor paciente que le dé forma a la impaciencia de la libertad.



[1] En Berlinische Monatschrift, diciembre 1784, vol. IV, pp. 481-491.
[2] Lessing, G., Die Juden, 1749.
[3] Mendelssohn, M., Phädon oder über die Unsterblichkeit der Seele, Berlín, 1767, 1768, 1769.
[4] Vico, G., Principii di una scienza nuova d´interno alla comune natura delle nazioni, 1725.
[5] Baudelaire, C. Le Peintre de la vie moderne, en Oeuvres complètes, París, Gallimard, 1976, t. II, p. 695.
[6] Id., “De l´héroïsme de la vie moderne”, op. cit., p. 494.
[7] Baudelaire, C., Le Peintre de la vie moderne, op. cit., pp. 469-693.
[8] Ibid., p. 694.

El impacto del concepto de cultura en el concepto de hombre (Clifford Geertz)

Capítulo 2 de "La interpretación de las culturas", Gedisa, México, 1987 [1973], pp. 43-59.


I
Hacia el final de su reciente estudio de las ideas empleadas por pueblos tribuales, La Pensée Sauvage, el antropólogo francés Lévi-Strauss observa que la explicación científica no consiste, como tendemos a imaginar, en la reducción de lo complejo a lo simple. Antes bien consiste, dice el autor, en sustituir por una complejidad más inteligible una complejidad que lo es menos. En el caso del estudio del hombre puede uno ir aún más lejos, según creo, y aducir que la explicación a menudo consiste en sustituir cuadros simples por cuadros complejos, procurando conservar de alguna manera la claridad persuasiva que presentaban los cuadros simples.
Supongo que la elegancia continúa siendo un ideal científico general; pero en ciencias sociales muy a menudo se dan desarrollos verdaderamente creativos apartándose de ese ideal. El avance científico comúnmente consiste en una progresiva complicación de lo que antes parecía una serie hermosamente simple de ideas, pero que ahora parece intolerablemente simplista. Una vez producida esta especie de desencanto, la inteligibilidad y, por lo tanto, la fuerza explicativa reposan en la posibilidad de sustituir por lo abarcado pero comprensible lo abarcado pero incomprensible a que se refiere Lévi-Strauss. Whitehead ofreció una vez la siguiente máxima a las ciencias naturales: “Busca la simplicidad y desconfía de ella”; a las ciencias sociales podría haberles dicho: “Busca la complejidad y ordénala”.
Ciertamente el estudio de la cultura se ha desarrollado como si se hubiera seguido esta máxima. El nacimiento de un concepto científico de cultura equivalía a la demolición (o, por lo menos, estaba relacionado con ésta) de la concepción de la naturaleza humana que dominaba durante la Ilustración –una concepción que, dígase lo que se dijere en favor o en contra de ella, era clara y simple– y a su reemplazo por una visión no sólo más complicada sino enormemente menos clara. El intento de clarificarla, de reconstruir una explicación inteligible de lo que el hombre es, acompañó desde entonces todo el pensamiento científico sobre la cultura. Habiendo buscado la complejidad y habiéndola encontrado en una escala mayor de lo que jamás se habían imaginado, los antropólogos se vieron empeñados en un tortuoso esfuerzo para ordenarla. Y el fin de este proceso no está todavía a la vista.
La Ilustración concebía desde luego al hombre en su unidad con la naturaleza con la cual compartía la general uniformidad de composición que habían descubierto las ciencias naturales bajo la presión de Bacon y la guía de Newton. Según esto, la naturaleza humana está tan regularmente organizada, es tan invariable y tan maravillosamente simple como el universo de Newton. Quizás algunas de sus leyes sean diferentes, pero hay leyes; quizás algo de su carácter inmutable quede oscurecido por los aderezos de modas locales, pero la naturaleza humana es inmutable.
Una cita que hace Lovejoy (cuyo magistral análisis estoy siguiendo aquí) de un historiador de la ilustración, Mascou, expone la posición general con esa útil llaneza que a menudo encontramos en un escritor menor:
“El marco escénico [en diferentes tiempos y lugares] ciertamente cambia y los actores cambian sus vestimentas y su apariencia; pero sus movimientos internos surgen de los mismos deseos y pasiones de los hombres y producen sus efectos en las vicisitudes de los reinos y los pueblos”. (1)
Ahora bien, no cabe menospreciar esta concepción, ni tampoco puede decirse, del concepto a pesar de mi referencia a su “demolición”, que haya desaparecido completamente del pensamiento antropológico contemporáneo. La idea de que los hombres son hombre en cualquier guisa y contra cualquier telón de fondo no ha sido reemplazada por la de “otras costumbres, otras bestias”.
Sin embargo, por bien construido que estuviera el concepto iluminista de la naturaleza humana, tenía algunas implicaciones mucho menos aceptables, la principal de las cuales era, para citar esta vez al propio Lovejoy, la de que “todo aquello cuya inteligibilidad, verificabilidad o afirmación real esté limitada a hombres de una edad especial, de una raza especial, de un determinado temperamento, tradición o condición carece de verdad o valor o, en todo caso, no tiene importancia para un hombre razonable”. (2) La enorme variedad de diferencias que presentan los hombres en cuanto a creencias y valores, costumbres e instituciones, según los tiempos y lugares, no tiene significación alguna para definir su naturaleza. Se trata de meros aditamentos y hasta de deformaciones que recubren y oscurecen lo que es realmente humano –lo constante, lo general, lo universal– en el hombre.
Y así, en un pasaje hoy muy conocido, el doctor Johnson consideraba que el genio de Shakespeare consistía en el hecho de que “sus personajes no están modificados por las costumbres de determinados lugares y no practicadas por el resto del mundo, o por las peculiaridades de estudios o profesiones que pueden influir sólo en un pequeño número, o por los accidentes de transitorias modas u opiniones”. (3) Y Racine consideraba el éxito de sus obras de temas clásicos como prueba de que “el gusto de París... coincide con el de los atenienses; mis espectadores se conmovían por las mismas cosas que en otros tiempos arrancaban lágrimas a los ojos de las clases más cultivadas de Grecia”. (4)
Lo malo de este género de opinión, independientemente del hecho de que suena algún tanto cómica procediendo de alguien tan profundamente inglés como Johnson o tan profundamente francés como Racine, está en que la imagen de una naturaleza humana constante e independiente del tiempo, del lugar y de las circunstancias, de los estudios y de las profesiones, de las modas pasajeras y de las opiniones transitorias, puede ser una ilusión, en el hecho de que lo que el hombre es puede estar entretejido con el lugar de donde es y con lo que él cree que es de una manera inseparable. Precisamente considerar semejante posibilidad fue lo que condujo al nacimiento del concepto de cultura y al ocaso de la concepción del hombre como ser uniforme. Cualesquiera que sean las cosas que afirme la moderna antropología –y parece que en un momento u otro afirmó casi todas las cosas posibles–, hoy es firme la convicción de que hombres no modificados por las costumbres de determinados lugares en realidad no existen, que nunca existieron y, lo que es más importante, que no podrían existir por la naturaleza misma del caso. No hay, no puede haber un escenario donde podamos vislumbrar a los actores de Mascou como “personas reales” que pasean por las calles haraganeando, desentendidas de sus profesiones y exhibiendo con ingenuo candor sus espontáneos deseos y pasiones. Estos actores podrán cambiar sus papeles, sus estilos de representación y los dramas en que trabajan; pero –como el propio Shakespeare desde luego lo observó– están siempre actuando.
Esta circunstancia hace extraordinariamente difícil trazar una línea entre lo que es natural, universal y constante en el hombre y lo que es convencional, local y variable. En realidad, sugiere que trazar semejante línea es falsear la situación humana o por lo menos representarla seriamente mal.
Consideremos el trance de los naturales de Bali. Esos hombres caen en estados extremadamente disociados en los que cumplen toda clase de actividades espectaculares –clavan los dientes en las cabezas de los pollos vivos para arrancarlas, se hieren con dagas, se lanzan a violentos movimientos, profieren extraños gritos, realizan milagrosas hazañas de equilibrio, imitan el acto sexual, comen heces– y lo hacen con tanta facilidad y de forma tan repentina como nosotros caemos en el sueño. Esos estados de rapto son una parte central de toda ceremonia. En algunos casos, cincuenta o sesenta personas caen una tras otra (“cual una hilera de petardos que van estallando”, como hubo de decirlo un observador), y salen del trance a los cinco minutos o varias horas después sin tener la menor idea de lo que han estado haciendo y convencidas, a pesar de la amnesia, de que han tenido la experiencia más extraordinaria y más profundamente satisfactoria. ¿Qué conclusión puede uno sacar sobre la naturaleza humana a partir de esta clase de cosas y de los millares de cosas igualmente peculiares que los antropólogos descubren, investigan y describen? ¿Que los naturales de Bali son seres peculiares, marcianos de los Mares del Sur? ¿Que son lo mismo que nosotros en el fondo pero con ciertas costumbres peculiares, aunque realmente incidentales, que nosotros no tenemos? ¿Que tienen dotes innatas o que instintivamente se ven impulsados en ciertas direcciones antes que en otras? ¿O que la naturaleza humana no existe y que los hombres son pura y simplemente lo que su cultura los hace?
Con interpretaciones como éstas, todas insatisfactorias, la antropología intentó orientarse hacia un concepto más viable del hombre, un concepto en el que la cultura y la variedad de la cultura se tuvieran en cuenta en lugar de ser consideradas como caprichos y prejuicios, y al mismo tiempo un concepto en el que sin embargo no quedara convertida en una frase vacía “la unidad básica de la humanidad”, el principio rector de todo el campo. Dar el gigantesco paso de apartarse de la concepción de la naturaleza humana unitaria significa, en lo que se refiere al estudio del hombre, abandonar el Edén. Sostener la idea de que la diversidad de las costumbres a través de los tiempos y en diferentes lugares no es una mera cuestión de aspecto y apariencia, de escenario y de máscaras de comedia, es sostener también la idea de que la humanidad es variada en su esencia como lo es en sus expresiones. Y con semejante reflexión se aflojan algunas amarras filosóficas bien apretadas y comienza una desasosegada deriva en aguas peligrosas.
Peligrosas porque si uno descarta la idea de que el Hombre con “H” mayúscula ha de buscarse detrás o más allá o debajo de sus costumbres y se la reemplaza por la idea de que el hombre, con minúscula, ha de buscarse “en” ellas, corre uno el peligro de perder al hombre enteramente de vista. O bien se disuelve sin dejar residuo alguno en su tiempo y lugar, criatura cautiva de su época, o bien se convierte en un soldado alistado en un vasto ejército tolstoiano inmerso en uno u otro de los terribles determinismos históricos que nos han acosado desde Hegel en adelante. En las ciencias sociales estuvieron presentes y hasta cierto punto aún lo están estas dos aberraciones: una marchando bajo la bandera del relativismo cultural, la otra bajo la bandera de la evolución cultural. Pero también hubo, y más comúnmente, intentos para evitar aquellas dos posiciones buscando en las estructuras mismas de la cultura los elementos que definen una existencia humana que, si bien no son constantes en su expresión, son sin embargo distintivos por su carácter.

II
Los intentos para situar al hombre atendiendo a sus costumbres asumieron varias direcciones y adoptaron diversas tácticas; pero todos ellos, o virtualmente todos, se ajustaron a una sola estrategia intelectual general, lo que llamaré la concepción “estratigráfica” de las relaciones entre los factores biológicos, psicológicos, sociales y culturales de la vida humana. Según esta concepción, el hombre es un compuesto en varios “niveles”, cada uno de los cuales se superpone a los que están debajo y sustenta a los que están arriba. Cuando analiza uno al hombre quita capa tras capa y cada capa como tal es completa e irreductible en sí misma; al quitarla revela otra capa de diferente clase que está por debajo. Si se quitan las abigarradas formas de la cultura se encuentra uno las regularidades funcionales y estructurales de la organización social. Si se quitan éstas, halla uno los factores psicológicos subyacentes –“las necesidades básicas” o lo que fuere– que les prestan su apoyo y las hacen posibles. Si se quitan los factores psicológicos encuentra uno los fundamentos biológicos –anatómicos, fisiológicos, neurológicos– de todo el edificio de la vida humana.
El atractivo de este tipo de conceptualización, independientemente del hecho de que garantizaba la independencia y soberanía de las disciplinas académicas establecidas, estribaba en que parecía hacer posible resolverlo todo. No había que afirmar que la cultura del hombre lo era todo para él a fin de pretender que constituía, ello no obstante, un componente esencial e irreductible y hasta supremo de la naturaleza humana. Los hechos culturales podían interpretarse a la luz de un fondo de hechos no culturales sin disolverlos en ese fondo ni disolver el fondo en los hechos mismos. El hombre era un animal jerárquicamente estratificado. Una especie de depósito evolutivo en cuya definición cada nivel –orgánico, psicológico, social y cultural– tenía asignado un lugar indiscutible. Para ver lo que realmente el hombre era, debíamos superponer conclusiones de las diversas ciencias pertinentes –antropología, sociología, psicología, biología– unas sobre otras como los varios dibujos de un paño moiré; y una vez hecho esto, la importancia capital del nivel cultural (el único distintivo del hombre) se pondría naturalmente de manifiesto y nos diría con su propio derecho lo que realmente era el hombre. La imagen del hombre propia del siglo XVIII que lo veía como un puro razonador cuando se lo despojaba de sus costumbres culturales, fue sustituida a fines del siglo XIX y principios del siglo XX por la imagen del hombre visto como el animal transfigurado que se manifestaba en sus costumbres.
En el plano de la investigación concreta y del análisis específico, esta gran estrategia se dedicó primero a buscar en la cultura principios universales y uniformidades empíricas que, frente a la diversidad de las costumbres en todo el mundo y en distintas épocas, pudieran encontrarse en todas partes y aproximadamente en la misma forma, y, segundo, hizo el esfuerzo de relacionar tales principios universales, una vez encontrados, con las constantes establecidas de la biología humana, de la psicología y de la organización social. Si podían aislarse algunas costumbres del catálogo de la cultura mundial y considerarse comunes a todas las variantes locales de la cultura y si éstas podían conectarse de una manera determinada con ciertos puntos de referencia invariables en los niveles subculturales, entonces podría hacerse algún progreso en el sentido de especificar qué rasgos culturales son esenciales a la existencia humana y cuáles son meramente adventicios, periféricos u ornamentales. De esta manera, la antropología podría determinar las dimensiones culturales en un concepto del hombre en conformidad con las dimensiones suministradas de análoga manera por la biología, la psicología o la sociología.
En esencia, ésta de ninguna manera es una idea nueva. El concepto de un consensus gentium (consenso de toda la humanidad) –la noción de que hay cosas sobre las cuales todos los hombres convendrán en que son correctas, reales, justas o atractivas y que esas cosas son por lo tanto, en efecto, correctas, reales, justas o atractivas– estaba ya en la Ilustración y probablemente estuviera presente en una forma u otra en todas las edades y en todos los climas. Trátase de una de esas ideas que se le ocurren a casi todo el mundo tarde o temprano. Pero en antropología moderna su desarrollo –que comenzó con la elaboración que hizo G.P. Murdock de una serie de “comunes denominadores de la cultura” durante la segunda guerra mundial y después de ella– agregó algo nuevo. Agregó la noción de que (para citar a Clyde Kluckhohn, quizás el más convincente de los teóricos del consensus gentium) “algunos aspectos de la cultura asumen sus formas específicas sólo como resultado de accidentes históricos; otros son modelados por fuerzas que propiamente pueden llamarse universales”. (5) De esta manera, la vida cultural del hombre está dividida en dos: una parte es, como las vestiduras de los actores de Mascou, independiente de los “movimientos internos” newtonianos de los hombres; la otra parte es una emanación de esos movimientos mismos. La cuestión que aquí se plantea es: ¿puede realmente sostenerse este edificio situado a mitad de camino entre el siglo XVIII y el siglo XX?
Que se sostenga o no depende de que pueda establecerse y afirmarse el dualismo entre aspectos empíricamente universales de cultura, que tienen sus raíces en realidades subculturales, y aspectos empíricamente variables que no presentan tales raíces. Y esto a su vez exige: 1) que los principios universales propuestos sean sustanciales y no categorías vacías; 2) que estén específicamente fundados en procesos biológicos, psicológicos o sociológicos y no vagamente asociados con “realidades subyacentes”, y 3) que puedan ser defendidos convincentemente como elementos centrales en una definición de humanidad en comparación con la cual las mucho más numerosas particularidades culturales sean claramente de importancia secundaria. En estos tres puntos me parece que el enfoque del consensus gentium fracasa; en lugar de dirigirse a los elementos esenciales de la situación humana se aparta de ellos.
La razón por la cual no satisface la primera de estas exigencias –la de que los principios universales propuestos sean sustanciales y no categorías vacías o casi vacías– es la de que no puede hacerlo. Hay un conflicto lógico entre afirmar, por ejemplo, que “religión”, “matrimonio”, o “propiedad” son principios universales empíricos y darles un contenido específico pues, decir que son universales empíricos equivale a decir que tienen el mismo contenido y decir que tienen el mismo contenido implica ir contra el hecho innegable de que no lo tienen. Si uno define la religión de una manera general e indeterminada –por ejemplo, como la orientación fundamental del hombre frente a la realidad– entonces no puede al mismo tiempo asignar a esa orientación un contenido en alto grado circunstanciado, pues evidentemente lo que compone la orientación fundamental frente a la realidad en los arrebatados aztecas, que en sacrificios humanos elevaban al cielo corazones palpitantes arrancados a pechos vivos, no es la orientación fundamental de los mansos zuñí bailando en grandes masas para dirigir sus súplicas a los benévolos dioses de la lluvia. El ritualismo obsesivo y el politeísmo insondable de los hindúes expresa una concepción muy diferente de lo “realmente real” de la concepción categóricamente monoteísta y del austero legalismo del islamismo suní. Aun cuando uno procure mantenerse en planos menos abstractos y afirmar, como lo hizo Kluckhohn, que es universal el concepto de una vida después de la muerte, o como lo hizo Malinowski, que el sentido de la providencia es universal, nos encontramos frente a la misma contradicción. Para hacer que la generalización de una vida después de la muerte resulte igual para los confucianos y los calvinistas, para los buddhistas zen y los buddhistas tibetanos, debe uno definirla en términos muy generales, en verdad tan generales que queda virtualmente evaporada toda la fuerza que parece tener. Y lo mismo cabe decir del sentido de la providencia, la cual puede cubrir bajo sus alas tanto las ideas de los navajos sobre las relaciones de los dioses y los hombres como las ideas de los naturales de las islas Trobriand. Y lo mismo que con la religión ocurre con el “matrimonio”, “el comercio” y todo lo demás que A.L. Kroeber llama acertadamente “falsos universales”, incluso en lo que respecta a algunos aparentemente más tangibles. El hecho de que en todas partes la gente se acople y genere hijos, el hecho de que tenga cierto sentido de lo mío y lo tuyo y se proteja de una u otra manera de la lluvia y del sol no son hechos falsos ni, desde ciertos puntos de vista, carentes de importancia; pero difícilmente puedan ayudarnos mucho a trazar un retrato del hombre que sea fiel a éste por su semejanza y no una vacua especie de caricatura a lo “John Q. Public”.
Lo que afirmo (que debería ser claro y espero que sea aún más claro dentro de un instante) es, no que no se puedan hacer generalizaciones sobre el hombre como hombre, salvo que éste es un animal sumamente variado, o que el estudio de la cultura en nada contribuye a revelar tales generalizaciones. Lo que quiero decir es que ellas no habrán de descubrirse mediante la búsqueda baconiana de universales culturales, una especie de escrutinio de la opinión pública de los pueblos del mundo en busca de un consensus gentium, que en realidad no existe; y quiero decir además que el intento de hacerlo conduce precisamente al género de relativismo que toda esta posición se había propuesto expresamente evitar. “La cultura zuñí valora la contención”, dice Kluckhohn, “la cultura kwakiutl alienta el exhibicionismo del individuo. Estos son valores constantes, pero al adherirse a ellos los zuñí y los kwakiutl muestran su adhesión a un valor universal, la valorización de las normas distintivas de su propia cultura”. (6) Esto es claramente una evasión, pero sólo es más aparente y no más evasiva que las discusiones de los universales de la cultura en general. Después de todo, ¿qué nos autoriza a decir, con Herskovits, que “la moral es un principio universal, lo mismo que el goce de la belleza y algún criterio de verdad”, si poco después nos vemos obligados, como hace este autor, a agregar que “las múltiples formas que toman estos conceptos no son sino productos de la particular experiencia histórica de las sociedades que las manifiestan”? (7) Una vez que abandona uno la concepción de la uniformidad, aun cuando lo haga (como los teóricos del consensus gentium) sólo parcial y vacilantemente, el relativismo continúa siendo un peligro real que puede empero evitarse sólo encarando directa y plenamente las diversidades de la cultura humana (la reserva de los zuñí y el exhibicionismo de los kwakiutl), abarcándolas dentro del concepto de hombre, y no eludiéndolas con vagas tautologías y trivialidades sin fuerza.
Desde luego, la dificultad de enunciar universales culturales que sean al propio tiempo sustanciales impide también que se satisfaga la segunda exigencia que tiene que afrontar el enfoque del consensus gentium, el requisito de fundar esos universales en particulares procesos biológicos, psicológicos o sociológicos. Pero todavía hay algo más: la concepción “estratigráfica” de las relaciones entre factores culturales y factores no culturales impide esa fundamentación del modo más efectivo. Una vez que se ha llevado la cultura, la psique y el organismo a “planos científicos separados”, completos y autónomos en sí mismos, es muy difícil volver a unirlos.
El intento más común de hacerlo es utilizar lo que se llaman “puntos de referencia invariantes”. Estos puntos habrán de encontrarse, para citar una de las más famosas enunciaciones de esta estrategia (“Hacia un lenguaje común para el ámbito de las ciencias sociales”, memorándum elaborado por Talcott Parsons, Kluckhohn, O. H. Taylor y otros a principios de la década de 1940).
En la naturaleza de los sistemas sociales, en la naturaleza biológica y psicológica de los individuos que los componen, en las situaciones externas en las que éstos viven y obran, en la necesidad de coordinación de los sistemas sociales. En [la cultura]... estos focos de la estructura nunca se ignoran. De alguna manera deben “adaptarse” o “tenerse en cuenta”.

Se conciben los universales culturales como respuestas cristalizadas a estas realidades ineludibles, como maneras institucionalizadas de llegar a un arreglo con ellas.
El análisis consiste entonces en cotejar supuestos universales con postuladas necesidades subyacentes y en intentar mostrar que hay cierta buena correspondencia entre ambas cosas. En el nivel social, se hace referencia a hechos tan indiscutibles como el de que todas las sociedades para persistir necesitan que sus miembros se reproduzcan, o que deben producir bienes y servicios, de ahí la universalidad de cierta forma de familia o cierta forma de comercio. En el plano psicológico, se recurre a ciertas necesidades básicas como el crecimiento personal –de ahí la ubicuidad de las instituciones educativas– o a problemas panhumanos, como la situación edípica; de ahí la ubicuidad de los dioses punitivos y de las diosas que prodigan cuidados. En el plano biológico se trata del metabolismo y de la salud; en el cultural, de hábitos alimentarios y procedimientos de cura, etc. El plan de acción consiste en considerar subyacentes exigencias humanas de una u otra clase y luego tratar de mostrar que esos aspectos culturales que son universales están, para emplear de nuevo la imagen de Kluckhohn, “cortados” por esas exigencias.
Otra vez aquí el problema no es tanto saber si existe de una manera general esta especie de congruencia, como saber si se trata de una congruencia laxa e indeterminada. No es difícil referir ciertas instituciones humanas a lo que la ciencia (o el sentido común) nos dice que son exigencias de la existencia humana, pero es mucho más difícil establecer esta relación de una forma inequívoca. No sólo casi toda institución sirve a una multiplicidad de necesidades sociales, psicológicas y orgánicas (de manera que decir que el matrimonio es un mero reflejo de la necesidad social de reproducción o que los hábitos alimentarios son un reflejo de necesidades metabólicas es incurrir en la parodia) sino que no hay manera de establecer de un modo preciso y verificable las relaciones entre los distintos niveles. A pesar de las primeras apariencias, aquí no hay ningún serio intento de aplicar los conceptos y teorías de la biología, de la psicología o de la sociología al análisis de la cultura (y, desde luego, ni siquiera la menor sugestión del intercambio inverso) sino que se trata meramente de colocar supuestos hechos procedentes de niveles culturales y subculturales unos junto a los otros para suscitar la oscura sensación de que existe entre ellos alguna clase de relación, una oscura especie de “corte”. Aquí no hay en modo alguno integración teórica, sólo hay una mera correlación (y ésta intuitiva) de hallazgos separados. Con el enfoque de los niveles nunca podemos, ni siquiera invocando “puntos de referencia invariantes”, establecer genuinas interconexiones funcionales entre factores culturales y factores no culturales; sólo podemos establecer analogías, paralelismos, sugestiones y afinidades más o menos convincentes.
Con todo, aun cuando yo esté equivocado, (como muchos antropólogos lo sostendrán, según admito) al pretender que el enfoque del consensus gentium no puede presentar ni universales sustanciales ni conexiones específicas entre fenómenos culturales y fenómenos no culturales que los expliquen, todavía queda pendiente la cuestión de si tales universales deberían tomarse como los elementos centrales en la definición del hombre, o si lo que necesitamos es una concepción de la humanidad fundada en un común denominador de un orden más bajo. Esta, desde luego, es una cuestión filosófica, no científica; pero la idea de que la esencia de lo que significa ser humano se revela más claramente en aquellos rasgos de la cultura humana que son universales, y no en aquellos que son distintivos de este o aquel pueblo, es un prejuicio que no estamos necesariamente obligados a compartir. ¿Es aprehendiendo semejantes hechos generales –por ejemplo el de que el hombre en todas partes tiene alguna clase de “religión”– o aprehendiendo la riqueza de este o aquel fenómeno religioso –el rapto de los naturales de Bali o el ritualismo indio, los sacrificios humanos de los aztecas o la danza para obtener la lluvia de los zuñí– como captamos al hombre? ¿Es el hecho de que el “matrimonio” es universal (si lo es) un indicio tan penetrante de lo que somos como los hechos relativos a la poliandria del Himalaya o esas fantásticas reglas de matrimonio australianas o los elaborados sistemas de precio de la novia de los bantúes de Africa? El comentario de que Cromwell era el inglés más típico de su tiempo precisamente porque era el más estrambótico, puede resultar pertinente también aquí; bien pudiera ser que las particularidades culturales de un pueblo –en sus rarezas– puedan encontrarse algunas de las más instructivas revelaciones sobre lo que sea genéricamente humano; bien pudiera ser que la principal contribución de la ciencia de la antropología a la construcción –o reconstrucción– de un concepto de hombre pueda consistir pues en mostrarnos cómo hallarlas.

III
La principal razón de que los antropólogos se hayan apartado de las particularidades culturales cuando se trataba en definir al hombre y se hayan refugiado en cambio en exangües principios universales es el hecho de que, encontrándose frente a las enormes variaciones de la conducta humana, se dejaban ganar por el temor de caer en el historicismo, de perderse en un torbellino de relativismo cultural tan convulsivo que pudiera privarlos de todo asidero fijo. Y no han faltado ocasiones de que se manifestara ese temor: Patterns of Culture de Ruth Benedict, probablemente el libro de antropología más popular que se haya publicado en los Estados Unidos, con su extraña conclusión de que cualquier cosa que un grupo de personas esté inclinado a hacer es digno del respeto de otro, es quizá sólo el ejemplo más sobresaliente de las desasosegadas posiciones en que uno puede caer al entregarse excesivamente a lo que Marc Bloch llamó “la emoción de aprender cosas singulares”. Sin embargo tal temor es un espantajo. La idea de que a menos que un fenómeno cultural sea empíricamente universal no puede reflejar nada de la naturaleza del hombre es aproximadamente tan lógica como la idea de que porque la anemia afortunadamente no es universal nada puede decirnos sobre procesos genéticos humanos. Lo importante de la ciencia no es que los fenómenos sean empíricamente comunes –¿de otra manera por qué Becquerel estaría tan interesado en el peculiar comportamiento del uranio?–, sino que puedan revelar los permanentes procesos naturales que están en la base de dichos fenómenos. Ver el cielo en un grano de arena es una triquiñuela que no sólo los poetas pueden realizar.
En suma, lo que necesitamos es buscar relaciones sistemáticas entre diversos fenómenos, no identidades sustantivas entre fenómenos similares. Y para hacerlo con alguna efectividad, debemos reemplazar la concepción “estratigráfica” de las relaciones que guardan entre sí los varios aspectos de la existencia humana por una concepción sintética, es decir, una concepción en la cual factores biológicos, psicológicos, sociológicos y culturales puedan tratarse como variables dentro de sistemas unitarios de análisis. Establecer un lenguaje común en las ciencias sociales no es una cuestión de coordinar meramente terminologías o, lo que es aún peor, de acuñar nuevas terminologías artificiales; tampoco es una cuestión de imponer una sola serie de categorías a todo el dominio. Se trata de integrar diferentes tipos de teorías y conceptos de manera tal que uno pueda formular proposiciones significativas que abarquen conclusiones ahora confinadas en campos de estudio separados.
En el intento de lanzarme a esa integración desde el terreno antropológico para llegar así a una imagen más exacta del hombre, deseo proponer dos ideas: la primera es la de que la cultura se comprende mejor no como complejos de esquemas concretos de conducta –costumbres, usanzas, tradiciones, conjuntos de hábitos–, como ha ocurrido en general hasta ahora, sino como una serie de mecanismos de control –planes, recetas, fórmulas, reglas, instrucciones (lo que los ingenieros de computación llaman “programas”– que gobiernan la conducta. La segunda idea es la de que el hombre es precisamente el animal que más depende de esos mecanismos de control extragenéticos, que están fuera de su piel, de esos programas culturales para ordenar su conducta.
Ninguna de estas ideas es enteramente nueva, pero una serie de recientes puntos de vista registrados tanto en antropología como en otras ciencias (cibernética, teoría de la información, neurología, genética molecular) las ha hecho susceptibles de una enunciación más precisa y les ha prestado un grado de apoyo empírico que antes no tenían. Y de estas reformulaciones del concepto de cultura y del papel de la cultura en la vida humana deriva a su vez una definición del hombre que pone el acento no tanto en los caracteres empíricamente comunes de su conducta a través del tiempo y de un lugar a otro, como sobre los mecanismos por cuya acción la amplitud y la indeterminación de las facultades inherentes al hombre quedan reducidas a la estrechez y al carácter específico de sus realizaciones efectivas. Uno de los hechos más significativos que nos caracterizan podría ser en definitiva el de que todos comenzamos con un equipamiento natural para vivir un millar de clases de vida, pero en última instancia sólo acabamos viviendo una.
La concepción de la cultura desde el punto de vista de los “mecanismos de control” comienza con el supuesto de que el pensamiento humano es fundamentalmente social y público, de que su lugar natural es el patio de la casa, la plaza del mercado y la plaza de la ciudad. El pensar no consiste en “sucesos que ocurren en la cabeza” (aunque sucesos en la cabeza y en otras partes son necesarios para que sea posible pensar) sino en un tráfico de lo que G.H. Mead y otros llamaron símbolos significativos –en su mayor parte palabras, pero también gestos, ademanes, dibujos, sonidos musicales, artificios mecánicos, como relojes u objetos naturales como joyas– cualquier cosa, en verdad, que esté desembarazada de su mera actualidad y sea usada para imponer significación a la experiencia. En el caso de cualquier individuo particular esos símbolos ya le están dados en gran medida. Ya los encuentran corrientemente en la comunidad en que nació y esos símbolos continúan existiendo, con algunos agregados, sustracciones y alteraciones parciales a las que él puede haber contribuido o no, después de su muerte. Mientras vive los utiliza, o utiliza algunos de ellos, a veces deliberadamente o con cuidado, lo más frecuentemente de manera espontánea y con facilidad, pero siempre lo hace con las mismas miras: colocar una construcción sobre los sucesos entre lo que vive para orientarse dentro del “curso en marcha de las cosas experimentadas”, para decirlo con una vívida frase de John Dewey.
El hombre necesita tanto de esas fuentes simbólicas de iluminación para orientarse en el mundo, porque la clase de fuentes no simbólicas que están constitucionalmente insertas en su cuerpo proyectan una luz muy difusa. Los esquemas de conducta de los animales inferiores, por lo menos en mucha mayor medida que en el hombre, les son dados con su estructura física; las fuentes genéticas de información ordenan sus acciones dentro de márgenes de variación mucho más estrechos y que son más estrechos cuanto más inferior es el animal. En el caso del hombre, lo que le está dado innatamente son facultades de respuesta en extremo generales que, si bien hacen posible mayor plasticidad, mayor complejidad y, en las dispersas ocasiones en que todo funciona como debería, mayor efectividad de conducta, están mucho menos precisamente reguladas. Y ésta es la segunda fase de nuestra argumentación: si no estuviera dirigida por estructuras culturales –por sistemas organizados de símbolos significativos–, la conducta del hombre sería virtualmente ingobernable, sería un puro caos de actos sin finalidad y de estallidos de emociones, de suerte que su experiencia sería virtualmente amorfa. La cultura, la totalidad acumulada en esos esquemas o estructuras, no es sólo un ornamento de la existencia humana, sino que es una condición esencial de ella.
En antropología algunos de los testimonios más convincentes en apoyo de esta posición se deben a los recientes progresos de nuestra comprensión de lo que solía llamarse la ascendencia del hombre: el surgimiento del homo sapiens al destacarse de su fondo general de primate. De estos progresos tres tienen importancia capital: 1) se descartó la perspectiva secuencial de las relaciones entre la evolución física y el desarrollo cultural del hombre en beneficio de la idea de una superposición interactiva; 2) se descubrió que el grueso de los cambios biológicos que engendraron al hombre moderno a partir de sus progenitores más inmediatos se produjeron en el sistema nervioso central y muy especialmente en el cerebro; 3) se advirtió que el hombre es, desde el punto de vista físico, un animal incompleto, un animal inconcluso, que lo que lo distingue más gráficamente de los no hombres es menos su pura capacidad de aprender (por grande que ésta sea) que las particulares clases de cosas (y cuántas cosas) que debe aprender antes de ser capaz de funcionar como hombre. Consideremos cada uno de estos tres puntos.
La tradicional visión de las relaciones entre el progreso biológico y el progreso cultural del hombre sostenía que el primero, el biológico, se había completado para todos los fines antes que el segundo, antes de que comenzara el cultural. Es decir, que esta concepción era nuevamente estratigráfica: el ser físico del hombre evolucionó por obra de los habituales mecanismos de variación genética y de selección natural hasta el punto en que su estructura anatómica llegó más o menos al estado en que la encontramos hoy, luego se produjo el desarrollo cultural. En algún determinado estadio de su historia filogenética, un cambio genético marginal de alguna clase lo hizo capaz de producir cultura y de ser su portador, en adelante su respuesta de adaptación a las presiones del ambiente fue casi exclusivamente cultural, antes que genética. Al diseminarse por el globo, el hombre se cubrió con pieles en los climas fríos y con telas livianas (o con nada) en los cálidos; no modificó su modo innato de responder a la temperatura ambiental. Confeccionó armas para extender sus heredados poderes predatorios y sometió a la acción del fuego los alimentos para hacer digerible una mayor proporción de éstos. El hombre se hizo hombre, continúa diciendo la historia, cuando habiendo cruzado algún Rubicón mental llegó a ser capaz de transmitir “conocimientos, creencias, leyes, reglas morales, costumbres” (para citar los puntos de la definición clásica de cultura de Sir Edward Tylor) a sus descendientes y a sus vecinos mediante la enseñanza y de adquirirlos de sus antepasados y sus vecinos mediante el aprendizaje. Después de ese momento mágico, el progreso de los homínides dependió casi enteramente de la acumulación cultural, del lento crecimiento de las prácticas convencionales más que del cambio orgánico físico, como había ocurrido en las pasadas edades.
El único inconveniente está en que un momento semejante no parece haber existido. Según las más recientes estimaciones, el paso al modo cultural de vida tardó en cumplirse varios millones de años en el género homo; y extendido de esta manera el paso comprendió no un puñado de cambios genéticos marginales sino una larga, compleja y estrechamente ordenada secuencia de cambios.
De conformidad con la opinión actual, la evolución del homo sapiens –el hombre moderno– comenzó con su inmediato predecesor pre sapiens en un proceso que se produjo hace aproximadamente cuatro millones de años con la aparición de los ahora famosos australopitecos –los llamados hombres monos del Africa meridional y oriental– y que culminó con el surgimiento del sapiens mismo, hace solamente doscientos o trescientos mil años. De manera que, por lo menos formas elementales de actividad cultural o protocultural (simple fabricación de herramientas, caza, etc.) parecen haberse registrado entre algunos de los australopitecos, y esto indica que hubo un traslado o superposición de un millón de años entre el comienzo de la cultura y la aparición del hombre tal como lo conocemos hoy. Las fechas precisas –que son tentativas y que la ulterior investigación puede alterar en una dirección o en otra– no son importantes; lo que importa aquí es que hubo un solapamiento, y que fue muy prolongado. Las fases finales (finales hasta la fecha, en todo caso) de la historia filogenética del hombre se verificaron en la misma gran era geológica –llamado el período glacial– en que se desarrollaron las fases iniciales de su historia cultural. Los hombres tienen días de nacimiento, el Hombre no lo tiene.
Esto significa que la cultura más que agregarse, por así decirlo, a un animal terminado o virtualmente terminado, fue un elemento constitutivo y un elemento central en la producción de ese animal mismo. El lento, constante, casi glacial crecimiento de la cultura a través de la Edad de Hielo alteró el equilibrio de las presiones selectivas para el homo en evolución de una manera tal que desempeñó una parte fundamental en esa evolución. El perfeccionamiento de las herramientas, la adopción de la caza organizada y de las prácticas de recolección, los comienzos de organización de la verdadera familia, el descubrimiento del fuego y, lo que es más importante aunque resulta todavía extremadamente difícil rastrearlo en todos sus detalles, el hecho de valerse cada vez más de sistemas de símbolos significativos (lenguaje, arte, mito, ritual) en su orientación, comunicación y dominio de sí mismo fueron todos factores que crearon al hombre un nuevo ambiente al que se vio obligado a adaptarse. A medida que la cultura se desarrollaba y acumulaba a pasos infinitesimalmente pequeños, ofreció una ventaja selectiva a aquellos individuos de la población más capaces de aprovecharse de ella –el cazador eficiente, el persistente recolector de los frutos de la tierra, el hábil fabricante de herramientas, el líder fecundo en recursos– hasta que lo que fuera el protohumano Australopithecus de pequeño cerebro se convirtió en el homo sapiens plenamente humano y de gran cerebro. Entre las estructuras culturales, el cuerpo y el cerebro, se creó un sistema de realimentación positiva en el cual cada parte modelaba el progreso de la otra; un sistema en el cual la interacción entre el creciente uso de herramientas, la cambiante anatomía de la mano y el crecimiento paralelo del pulgar y de la corteza cerebral es sólo uno de los ejemplos más gráficos. Al someterse al gobierno de programas simbólicamente mediados para producir artefactos, organizar la vida social o expresar emociones el hombre determinó sin darse cuenta de ello los estadios culminantes de su propio destino biológico. De manera literal, aunque absolutamente inadvertida, el hombre se creó a sí mismo.
Si bien, como ya dije, se produjo una serie de importantes cambios en la anatomía global del género homo durante este período de su cristalización –forma craneana, dentición, tamaño del pulgar, etc.–, mucho más importantes y espectaculares fueron aquellos cambios que evidentemente se produjeron en el sistema nervioso central, pues en ese período el cerebro humano y muy especialmente el cerebro anterior alcanzaron sus grandes proporciones actuales. Aquí los problemas técnicos son complicados y controvertidos; pero el punto importante es el de que si bien los australopitecos tenían la configuración del torso y de los brazos no muy diferente de la nuestra y la configuración de la pelvis y de las piernas por lo menos insinuada hacia nuestra forma actual, sus capacidades craneanas eran apenas mayores que las de los monos, es decir, la mitad o una tercera parte de las nuestras. Lo que separa más distintamente a los verdaderos hombres de los protohombres es aparentemente, no la forma corporal general, sino la complejidad de la organización nerviosa. El período de traslado de los cambios culturales y biológicos parece haber consistido en una intensa concentración en el desarrollo neural y tal vez en refinamientos asociados de varias clases de conducta (de las manos, de la locomoción bípeda, etc.) cuyos fundamentos anatómicos básicos (movilidad de los hombros y muñecas, un ilion ensanchado, etc.) ya estaban firmemente asegurados. Todo esto en sí mismo tal vez no sea extraordinario, pero combinado con lo que he estado diciendo sugiere algunas conclusiones sobre la clase de animal que es el hombre, conclusiones que están, según creo, bastante alejadas no sólo de las del siglo XVIII, sino también de las de antropología de los últimos diez o quince años.
Lisa y llanamente esa evolución sugiere que no existe una naturaleza humana independiente de la cultura. Los hombres sin cultura no serían los hábiles salvajes de Lord of the Flies de Golding, entregados a la cruel sabiduría de sus instintos animales, ni serían aquellos nobles salvajes de la naturaleza imaginados por la Ilustración y ni siquiera, como lo implica la teoría antropológica clásica, monos intrínsecamente talentosos que de alguna manera no lograron encontrarse a sí mismos. Serían monstruosidades poco operantes con muy pocos instintos útiles, menos sentimientos reconocibles y ningún intelecto. Como nuestro sistema nervioso central –y muy especialmente la corteza cerebral, su coronamiento de calamidad y gloria– se desarrolló en gran parte en interacción con la cultura, es incapaz de dirigir nuestra conducta u organizar nuestra experiencia sin la guía suministrada por sistemas de símbolos significativos. Lo que nos ocurrió en el período glacial fue que nos vimos obligados a abandonar la regularidad y precisión del detallado control genético sobre nuestra cultura para hacernos más flexibles y adaptarnos a un control genético más generalizado aunque desde luego no menos real. A fin de adquirir la información adicional necesaria para que pudiéramos obrar nos vimos obligados a valernos cada vez más de fuentes culturales, del acumulado caudal de símbolos significativos. De manera que esos símbolos no son meras expresiones o instrumentos o elementos correlativos de nuestra existencia biológica, psicológica y social, sino que son requisitos previos de ella. Sin hombres no hay cultura por cierto, pero igualmente, y esto es más significativo, sin cultura no hay hombres.
En suma, somos animales incompletos o inconclusos que nos completamos o terminamos por obra de la cultura, y no por obra de la cultura en general sino por formas en alto grado particulares de ella: la forma dobuana y la forma javanesa, la forma hopi y la forma italiana, la forma de las clases superiores y la de las clases inferiores, la forma académica y la comercial. La gran capacidad de aprender que tiene el hombre, su plasticidad, se ha señalado con frecuencia; pero lo que es aún más importante es el hecho de que dependa de manera extrema de cierta clase de aprendizaje: la adquisición de conceptos, la aprehensión y aplicación de sistemas específicos de significación simbólica. Los castores construyen diques, las aves hacen nidos, las abejas almacenan alimento, los mandriles organizan grupos sociales y los ratones se acoplan sobre la base de formas de aprendizaje que descansan predominantemente en instrucciones codificadas en sus genes y evocadas por apropiados esquemas de estímulos exteriores: llaves físicas metidas en cerraduras orgánicas. Pero los hombres construyen diques o refugios, almacenan alimento, organizan sus grupos sociales o encuentran esquemas sexuales guiados por instrucciones codificadas en fluidas cartas y mapas, en el saber de la caza, en sistemas morales y en juicios estéticos: estructuras conceptuales que modelan talentos informes.
Vivimos, como un autor lo formuló claramente, en una “brecha de información”. Entre lo que nuestro cuerpo nos dice y lo que tenemos que saber para funcionar hay un vacío que debemos llenar nosotros mismos, y lo llenamos con información (o desinformación) suministrada por nuestra cultura. La frontera entre lo que está innatamente controlado y lo que está culturalmente controlado en la conducta humana es una línea mal definida y fluctuante. Algunas cosas, en todos sus aspectos y propósitos, están por entero intrínsecamente controladas: no necesitamos guía cultural alguna para aprender a respirar, así como un pez no necesita aprender a nadar. Otras cosas que son casi seguramente culturales: no se nos ocurre explicar sobre una base genética por qué algunos hombres confían en la planificación centralizada y otros en el libre mercado, aunque intentar explicarlo podría ser un ejercicio divertido. Casi toda conducta humana compleja es desde luego producto de la interacción de ambas esferas. Nuestra capacidad de hablar es seguramente innata; nuestra capacidad de hablar inglés es seguramente cultural. Sonreír ante estímulos agradables y fruncir el ceño ante estímulos desagradables están seguramente en alguna medida determinados genéticamente (hasta los monos contraen su cara al sentir malsanos olores); pero la sonrisa sardónica y el ceño burlesco son con seguridad predominantemente culturales, como está quizá demostrado por la definición que dan los naturales de Bali de un loco, el cual es alguien que, lo mismo que un norteamericano, sonríe cuando no hay nada de qué reír. Entre los planes fundamentales para nuestra vida que establecen nuestros genes –la capacidad de hablar o de sonreír– y la conducta precisa que en realidad practicamos –hablar inglés en cierto tono de voz, sonreír enigmáticamente en una delicada situación social– se extiende a una compleja serie de símbolos significativos con cuya dirección transformamos lo primero en lo segundo, los planes fundamentales en actividad.
Nuestras ideas, nuestros valores, nuestros actos y hasta nuestras emociones son, lo mismo que nuestro propio sistema nervioso, productos culturales, productos elaborados partiendo ciertamente de nuestras tendencias, facultades y disposiciones con que nacimos, pero ello no obstante productos elaborados. Chartres está hecha de piedra y vidrio, pero no es solamente piedra y vidrio; es una catedral y no sólo una catedral, sino una catedral particular construida en un tiempo particular y por ciertos miembros de una particular sociedad. Para comprender lo que Chartres significa, para percibir lo que ella es, se impone conocer bastante más que las propiedades genéricas de la piedra y el vidrio y bastante más de lo que es común a todas las catedrales. Es necesario comprender también –y, a mi juicio, esto es lo más importante– los conceptos específicos sobre las relaciones entre Dios, el hombre y la arquitectura que rigieron la creación de esa catedral. Y con los hombres ocurre lo mismo: desde el primero al último también ellos son artefactos culturales.

IV
Cualesquiera que sean las diferencias que presenten las maneras de encarar la definición de la naturaleza humana adoptadas por la ilustración y por la antropología clásica, ambas tienen algo en común: son básicamente tipológicas. Se empeñan en construir una imagen del hombre como un modelo, como un arquetipo, como una idea platónica o como una forma aristotélica en relación con los cuales los hombres reales –usted, yo, Churchill, Hitler y el cazador de cabezas de Borneo– no son sino reflejos, deformaciones, aproximaciones. En el caso de la Ilustración, los elementos de ese tipo esencial debían descubrirse despojando a los hombres reales de los aderezos de la cultura; lo que quedaba era el hombre natural. En la antropología clásica el arquetipo se revelaría al discernir los caracteres comunes en la cultura y entonces aparecería el hombre del consenso. En ambos casos, el resultado es el mismo que el que suele surgir de todos los enfoques tipológicos de los problemas científicos en general. Las diferencias entre los individuos y entre los grupos de individuos se vuelven secundarias. la individualidad llega a concebirse como una excentricidad, el carácter distintivo como una desviación accidental del único objeto legítimo de estudio que es la verdadera ciencia: el tipo inmutable, subyacente, normativo. En semejantes enfoques, por bien formulados que estén y por grande que sea la habilidad con que se los defienda, los detalles vivos quedan ahogados por el estereotipo muerto: aquí nos hallamos en busca de una entidad metafísica. El Hombre con H mayúscula es aquello a lo que sacrificamos la entidad empírica que en verdad encontramos, el hombre con minúscula.
Sin embargo, este sacrificio es tan innecesario como inefectivo. No hay ninguna oposición entre la comprensión teórica general y la concepción circunstanciada, entre la visión sinóptica y la fina visión de los detalles. Y, en realidad, el poder de formular proposiciones generales partiendo de fenómenos particulares es lo que permite juzgar una teoría científica y hasta la ciencia misma. Si deseamos descubrir lo que es el hombre, sólo podremos encontrarlo en lo que son los hombres: y los hombre son, ante todo, muy variados. Comprendiendo ese carácter variado –su alcance, su naturaleza, su base y sus implicaciones– podremos llegar a elaborar un concepto de la naturaleza humana que, más que una sombra estadística y menos que un sueño primitivista, contenga tanto sustancia como verdad.
Y es aquí, para llegar por fin al título de este trabajo, donde el concepto de cultura tiene un impacto sobre el concepto de hombre. Cuando se la concibe como una serie de dispositivos simbólicos para controlar la conducta, como una serie de fuentes extrasomáticas de información, la cultura suministra el vínculo entre lo que los hombres son intrínsecamente capaces de llegar a ser y lo que realmente llegan a ser uno por uno. Llegar a ser humano es llegar a ser un individuo y llegamos a ser individuos guiados por esquemas culturales, por sistemas de significación históricamente creados en virtud de los cuales formamos, ordenamos, sustentamos y dirigimos nuestras vidas. Y los esquemas culturales son no generales sino específicos, no se trata del “matrimonio” sino que se trata de una serie particular de nociones acerca de lo que son los hombres y las mujeres, acerca de cómo deberían tratarse los esposos o acerca de con quién correspondería propiamente casarse; no se trata de la “religión” sino que se trata de la creencia en la rueda del karma, de observar un mes de ayuno, de la práctica del sacrificio de ganado vacuno. El hombre no puede ser definido solamente como por sus aptitudes innatas, como pretendía hacerlo la Ilustración, ni solamente por sus modos de conducta efectivos, como tratan de hacerlo en buena parte las ciencias sociales contemporáneas, sino que ha de definirse por el vínculo entre ambas esferas, por la manera en que la primera se transforma en la segunda, por la manera en que las potencialidades genéricas del hombre se concentran en sus acciones específicas. En la trayectoria del hombre, en su curso característico, es donde podemos discernir, aunque tenuemente, su naturaleza; y si bien la cultura es solamente un elemento que determina ese curso, en modo alguno es el menos importante. Así como la cultura nos formó para constituir una especie –y sin duda continúa formándonos–, así también la cultura nos da forma como individuos separados. Eso es lo que realmente tenemos en común, no un modo de ser subcultural inmutable ni un establecido consenso cultural.
Por modo extraño –aunque pensándolo bien quizá no sea tan extraño–, muchos de nuestros sujetos estudiados parecen comprender esto con mayor claridad que nosotros mismos, los antropólogos. En Java, por ejemplo, donde desarrollé buena parte de mi trabajo, la gente dice llanamente: “Ser humano es ser javanés”. Los niños pequeños, los palurdos, los rústicos, los insanos, los flagrantemente inmorales son considerados adurung djawa, “aún no javaneses”. Un adulto “normal”, capaz de obrar de conformidad con un sistema de etiqueta en alto grado elaborado, que posee delicado sentido estético en relación con la música, la danza, el drama y los diseños textiles, que responde a las sutiles solicitaciones de lo divino que mora en la calma de la conciencia de cada individuo vuelta hacia adentro, es sampundjawa, “ya javanés”, es decir, ya humano. Ser humano no es sólo respirar, es controlar la propia respiración mediante técnicas análogas a las del yoga, así como oír en la inhalación y en la exhalación la voz de Dios que pronuncia su propio nombre: “hu Allah”. Ser humano no es sólo hablar, sino que es proferir las adecuadas palabras y frases en las apropiadas situaciones sociales, en el apropiado tono de voz y con la apropiada oblicuidad evasiva. Ser humano no es solamente comer; es preferir ciertos alimentos guisados de ciertas maneras y seguir una rígida etiqueta de mesa al consumirlos. Y ni siquiera se trata tan sólo de sentir, sino que hay que sentir ciertas emociones distintivamente javanesas (y esencialmente intraducibles) como la paciencia, el desapego, la resignación, el respeto.
De manera que aquí ser humano no es ser cualquiera; es ser una clase particular de hombre y, por supuesto, los hombres difieren entre sí, por eso los javaneses dicen: “Otros campos, otros saltamontes”. En el seno de una sociedad se reconocen también diferencias: la manera en que un campesino cultivador de arroz se hace humano y javanés es diferente de la manera en que llega a serlo un funcionario civil. Esta no es una cuestión de tolerancia ni de relativismo ético, pues no todos los modos de ser del hombre son considerados igualmente admirables; por ejemplo, es intensamente menospreciado el modo de ser de los chinos que allí viven. Lo importante es que hay diferentes modos de ser, y para volver a nuestra perspectiva antropológica digamos que podremos establecer lo que sea un hombre o lo que puede ser un hombre haciendo una reseña y un análisis sistemático de esos modos de ser: la bravura de los indios de la llanura, el carácter obsesivo del hindú, el racionalismo del francés, el anarquismo del beréber, el optimismo del norteamericano (para enumerar una serie de rasgos que no quisiera yo tener que defender como tales).
En suma, debemos descender a los detalles, pasar por alto equívocos rótulos, hacer a un lado los tipos metafísicos y las vacuas similitudes para captar firmemente el carácter esencial de, no sólo las diversas culturas, sino las diversas clases de individuos que viven en el seno de cada cultura, si pretendemos encontrar la humanidad cara a cara. En este ámbito, el camino que conduce a lo general, a las simplicidades reveladoras de la ciencia pasa a través del interés por lo particular, por lo circunstanciado, por lo concreto, pero aquí se trata de un interés organizado y dirigido atendiendo a la clase de análisis teóricos a los que me he referido –análisis de la evolución física, del funcionamiento del sistema nervioso, de la organización social, de los procesos psicológicos, de los esquemas culturales– y muy especialmente atendiendo a su interacción recíproca. Esto significa que el camino pasa, como ocurre en toda genuina indagación, a través de una espantosa complejidad.
“Dejadlo tranquilo por un momento”, escribió Robert Lowell, refiriéndose no al antropólogo como podría uno suponer, sino a ese otro indagador excéntrico de la naturaleza del hombre, Nathaniel Hawthorne:
Dejadlo tranquilo por un momentoY entonces lo veréis con su cabezaInclinada, cavilando y cavilando,Con los ojos fijos en alguna brizna de hierba,En alguna piedra, en alguna planta,En la cosa más común del mundo,Como si allí estuviera la clave.Y luego se alzan los alterados ojos,Furtivos, frustrados, insatisfechosDe la meditación sobre lo verdaderoY lo insignificante. (8)
Inclinado sobre sus propias briznas, piedras y plantas, el antropólogo también cavila sobre lo verdadero y lo insignificante, vislumbrando, o por lo menos así lo cree, fugaz e inseguramente, la alterada, cambiante, imagen de sí mismo.

LLAMADAS
(1) A.O. Lovejoy, Essays in the History of Ideas (Nueva York, 1960), pág. 173.
(2) Ibíd., pág. 80
(3) “Preface to Shakespeare”, Johnson on Shakespeare (Londres, 1931), págs. 11-12.
(4) Del Prefacio de Iphigénie.
(5) A.L. Kroeber, ed., Anthropology Today (Chicago, 1953), pág. 516.
(6) C. Kluckhohn, Culture and Behaviour (Nueva York, 1962), pág. 280.
(7) M.J. Herskovits, Cultural Anthropology (Nueva York, 1955), pág. 364.
(8) Reimpreso con permiso de Farrar, Straus & Giroux, Inc., y Faber & Faber de “Hawthorne”, en For the Union Dead, pág. 39, Copyright (1954) de Robert Lowell.