¿Qué es la Ilustración? (Michel Foucault)

Alción Ed., Córdoba (Arg.), 2002 [1984], pp. 81-108.



En nuestros días, cuando un diario les plantea una pregunta a sus lectores es para pedirles su parecer sobre un tema en el que cada uno ya tiene su opinión; no se arriesgan a aprender mucho. En el siglo XVIII, preferían interrogar al público sobre problemas a los que justamente aún no se tenía respuesta. No sé si era más eficaz; era más divertido.
Lo cierto es que en virtud de ese hábito un periódico alemán, la Berlinische Monatschrift, en diciembre de 1784, publicó una respuesta a la pregunta: Was ist Aufklärung?[1] Y esa respuesta era de Kant.
Texto menor, tal vez. Pero me parece que con él entra discretamente en la historia del pensamiento una pregunta a la cual la filosofía moderna no ha sido capaz de responder, pero de la cual nunca logró desembarazarse. Y bajo formas diversas, hace ya dos siglos que la repite. De Hegel a Horckheimer o a Habermas, pasando por Nietzsche o Max Weber, casi no hay filosofía que directa o indirectamente no se haya enfrentado a la misma pregunta: ¿cuál es entonces ese acontecimiento que se llama Aufklärung y que ha determinado al menos en parte lo que somos, lo que pensamos y lo que hacemos hoy? Imaginemos que la Berlinische Monatschrift aún existiera en nuestros días y que les planteara a sus lectores la pregunta: “¿Qué es la filosofía moderna?”; quizás se podría responderle en eco: la filosofía moderna es la que intenta responder a la pregunta lanzada hace dos siglos con tanta imprudencia: Was ist Aufklärung?

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Detengámonos algunos instantes en el texto de Kant. Por varias razones, merece retener nuestra atención.
1) A esa misma pregunta también acababa de responder Moses Mendelssohn en el mismo diario dos meses antes. Pero Kant no conocía ese texto cuando había redactado el suyo. Ciertamente, no data de ese momento el encuentro del movimiento filosófico alemán con los nuevos desarrollos de la cultura judía. Hacía ya unos treinta años que Mendelssohn estaba en esa encrucijada en compañía de Lessing. Pero hasta entonces se había tratado de darle derecho de ciudadanía a la cultura judía dentro del pensamiento alemán –lo que Lessing había intentado hacer en Die Juden[2]- o incluso de extraer problemas comunes al pensamiento judío y a la filosofía alemana: es lo que Mendelssohn había hecho en las Conversaciones sobre la inmortalidad del alma.[3] Con los dos textos aparecidos en la Berlinische Monatschrift, la Aufklärung alemana y la Haskala judía reconocen que pertenecen a la misma historia; procuran determinar de qué proceso común derivan ambas. Y era tal vez una manera de anunciar la aceptación de un destino común, del cual es sabido a qué drama debía conducir.
2) Pero hay más. En sí mismo y en el interior de la tradición cristiana, ese texto plantea un problema nuevo.
No es por cierto la primera vez que el pensamiento filosófico procura reflexionar sobre su propio presente. Pero esquemáticamente puede decirse que esa reflexión había tomado hasta entonces tres formas principales:
- Se puede representar el presente como perteneciente a determinada época del mundo, distinta de las otras por algunos caracteres propios, o separada de las otras por algún acontecimiento dramático. Así en El Político de Platón los interlocutores reconocen que pertenecen a una de esas revoluciones del mundo en que éste gira al revés, con todas las consecuencias negativas que eso puede tener;
- También se puede interrogar el presente para tratar de descifrar en él los signos anunciadores de un acontecimiento próximo. Se tiene entonces el principio de una suerte de hermenéutica histórica de la que Agustín podría ser un ejemplo;
- Igualmente se puede analizar el presente como un punto de transición hacia la aurora de un mundo nuevo. Es lo que describe Vico en el último capítulo de los Principios de una ciencia nueva en torno a la naturaleza común de las naciones[4]; lo que ve “hoy” es “la más completa civilización que se difunde entre los pueblos sometidos la inmensa mayoría a algunos grandes monarcas”; es también “la Europa brillante con una incomparable civilización”, que abunda por último “en todos los bienes que componen la felicidad de la vida humana”.

Ahora bien, la manera en que Kant plantea la cuestión de la Aufklärung es totalmente diferente: ni una época del mundo a la que se pertenece, ni un acontecimiento cuyos signos se perciben, ni la aurora de una realización. Kant define a la Aufklärung de manera casi íntegramente negativa, como una Ausgang, una “salida”, un “resultado”. En sus otros textos sobre la historia, ocurre que Kant plantee cuestiones de origen o que defina la finalidad interna de un proceso histórico. En el texto sobre la Aufklärung, la cuestión concierne a la pura actualidad. No procura comprender el presente a partir de una totalidad o de una consumación futura. Busca una diferencia: ¿qué diferencia introduce el hoy con respecto al ayer?
3) No entraré en los detalles del texto que no siempre es muy claro a pesar de su voluntad. Quisiera simplemente retener tres o cuatro de sus rasgos que me parecen importantes para comprender cómo planteó Kant la cuestión filosófica del presente.
Kant indica en seguida que esa “salida” que caracteriza a la Aufklärung es un proceso que nos libera del estado de “minoridad”. Y por “minoridad” entiende un estado determinado de nuestra voluntad que nos hace aceptar la autoridad de algún otro para conducirnos en los dominios en los que conviene hacer uso de la razón. Kant da tres ejemplos: nos hallamos en estado de minoridad cuando un libro ocupa el lugar del entendimiento, cuando un director espiritual ocupa el lugar de la conciencia, cuando un médico decide por nosotros nuestro régimen (señalemos al pasar que se reconoce fácilmente el registro de las tres críticas, aun cuando el texto no lo diga explícitamente). En todo caso, la Aufklärung es definida por las modificaciones de la relación preexistente entre la voluntad, la autoridad y el uso de la razón.
También hay que advertir que esa salida es presentada por Kant de manera bastante ambigua. La caracteriza como un hecho, un proceso desarrollándose; pero también la presenta como una tarea y una obligación. Desde el primer párrafo, hace notar que el hombre mismo es responsable de su estado de minoridad. Por lo tanto hay que concebir que no podrá salir de él sino mediante un cambio que él mismo operará sobre sí mismo. De manera significativa, Kant dice que esa Aufklärung tiene una “divisa” (Wahlspruch): ahora bien, la divisa es un rasgo distintivo por el cual uno se hace reconocer; es también una consigna que uno se da a sí mismo y que se propone a los demás. ¿Y cuál es esa consigna? Aude saper, “ten el coraje, la audacia de saber”. Por lo tanto hay que considerar que la Aufklärung es a la vez un proceso del que los hombres forman parte colectivamente y un acto de coraje que debe efectuarse personalmente. Son a la vez elementos y agentes del mismo proceso. Pueden ser sus actores en la medida en que forman parte de él; y éste se produce en la medida en que los hombres deciden ser sus actores voluntarios.
Una tercera dificultad aparece en el texto de Kant. Reside en su empleo de la palabra Menschleit. Es sabida la importancia de esta palabra en la concepción kantiana de la historia. ¿Hay que comprender que es el conjunto de la especie humana el que es tomado dentro del proceso de la Aufklärung? Y en ese caso, hay que imaginar que la Aufklärung es un cambio histórico que concierne a la existencia política y social de todos los hombres sobre la superficie de la tierra. ¿O hay que comprender que se trata de un cambio que afecta a lo que constituye la humanidad del ser humano? Y se plantea entonces la cuestión de saber lo que es ese cambio. Allí también la respuesta de Kant no está desprovista de cierta ambigüedad. En todo caso, bajo un aspecto simple, es bastante compleja.
Kant define dos condiciones esenciales para que el hombre salga de su minoridad. Y esas dos condiciones son a la vez espirituales e institucionales, éticas y políticas.
La primera de esas condiciones es que se distinga bien lo que depende de la obediencia y lo que depende del uso de la razón. Para caracterizar brevemente el estado de minoridad, Kant cita la expresión corriente: “Obedezca, no razone”: tal es, según él, la forma en la que se ejerce generalmente la disciplina militar, el poder político, la autoridad religiosa. La humanidad se hará mayor no cuando ya no tenga que obedecer, sino cuando se le diga: “Obedezca, y podrá razonar tanto como quiera”. Hay que señalar que la palabra alemana empleada aquí es räzonieren; esta palabra, que también se halla empleada en las Críticas, no se refiere a un uso cualquier de la razón, sino a un uso de la razón en el que ésta no tiene otro fin más que sí misma; räzonieren es razonar por razonar. Y Kant da ejemplos, también en apariencia completamente triviales: pagar sus impuestos, pero poder razonar tanto como se quiera sobre la fiscalidad, eso es lo que caracteriza el estado de mayoría de edad; o incluso garantizar, si uno es pastor, el servicio de una parroquia conforme a los principios de la Iglesia a la cual se pertenece, pero razonar como se quiera con respecto a los dogmas religiosos.
Podría pensarse que allí no hay nada muy diferente de lo que desde el siglo XVI se entiende por libertad de conciencia: el derecho de pensar como uno quiera, con tal que se obedezca como es debido. Ahora bien, es allí donde Kant hace intervenir otra distinción y la hace intervenir de una manera bastante sorprendente. Se trata de la distinción entre el uso privado y el uso público de la razón. Pero agrega en seguida que la razón debe ser libre en su uso público y que debe ser sumida en su uso privado. Lo que es, término a término, lo contrario de lo que comúnmente se llama libertad de conciencia.
Pero hay que precisar un poco más. ¿Cuál es, según Kant, ese uso privado de la razón? ¿Cuál es el dominio en que se ejerce? El hombre, dice Kant, hace un uso privado de su razón cuando es “una pieza de una máquina”; es decir, cuando tiene un rol que cumplir en la sociedad y funciones que ejercer: ser soldado, tener que pagar impuestos, estar a cargo de una parroquia, ser funcionario de un gobierno, todo eso hace del ser humano un segmento particular en la sociedad; se encuentra situado por ello en una posición definida en la que debe aplicar reglas y perseguir fines particulares. Kant no pide que se practique una obediencia ciega y estúpida; sino que uno haga de su razón un uso adaptado a esas circunstancias determinadas; y la razón debe entonces someterse a esos fines particulares. Por lo tanto, allí no puede haber uso libre de la razón.
En cambio, cuando uno no razona más que para hacer uso de su razón, cuando uno razona en tanto ser razonable (y no en tanto pieza de una máquina), cuando uno razona como miembro de la humanidad razonable, entonces el uso de la razón deber ser libre y público. La Aufklärung no es pues solamente el proceso por el cual los individuos verían garantizada su libertad personal de pensamiento. Hay Aufklärung cuando hay superposición del uso universal, del uso libre y del uso público de la razón.
Ahora bien, esto nos conduce a una cuarta pregunta que hay que plantearle al texto de Kant. Se entiende que el uso universal de la razón (fuera de todo fin particular) sea asunto del sujeto mismo en tanto individuo; se entiende también que la libertad de ese uso pueda ser garantizado de manera puramente negativa por la ausencia de toda persecución contra él; ¿pero cómo garantizar un uso público de esa razón? Se ve que la Aufklärung no debe ser concebida simplemente como un proceso general que afecta a toda la humanidad; no debe ser concebida solamente como una obligación prescripta a los individuos: aparece ahora como un problema político. En todo caso, se plantea la cuestión de saber cómo el uso de la razón puede tomar la forma pública que le resulta necesaria, cómo la audacia de saber puede ejercerse en pleno día, mientras que los individuos obedecerán tan exactamente como sea posible. Y para terminar, Kant le propone a Federico II, en términos apenas velados, una suerte de contrato. Lo que se podría llamar el contrato del despotismo racional con la libre razón: el uso público y libre de la razón autónoma será la mejor garantía de la obediencia, con la condición sin embargo de que el principio político al cual se hace obedecer sea también conforme a la razón universal.

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Dejemos ese texto. No me propongo para nada considerarlo como si pudiera constituir una descripción adecuada de la Aufklärung; y pienso que ningún historiador podría satisfacerse con él para analizar las transformaciones sociales, políticas y culturales que se produjeron a fines del siglo XVIII.
No obstante, a pesar de su carácter circunstancial, y sin pretender darle un sitio exagerado dentro de la obra de Kant, creo que hace falta subrayar el vínculo que existe entre ese breve artículo y las tres Críticas. Describe en efecto a la Aufklärung como el momento en que la humanidad va a hacer uso de su propia razón, sin someterse a ninguna autoridad; ahora bien, es precisamente en este momento que la Crítica es necesaria, puesto que tiene el rol de definir las condiciones en las que el uso de la razón es legítimo para determinar lo que se puede conocer, lo que hay que hacer y lo que está permitido esperar. Es un uso ilegítimo de la razón el que hace nacer mediante la ilusión el dogmatismo y la heteronomía; en cambio, es cuando el uso legítimo de la razón ha sido claramente definido en sus principios que su autonomía puede ser garantizada. La Crítica es de algún modo el libro de a bordo de la razón hecha mayor en la Aufklärung; e inversamente, la Aufklärung es la edad de la Crítica.
Creo que también hay que subrayar la relación entre este texto de Kant y los demás textos consagrados a la historia. En su mayoría, éstos procuran definir la finalidad interna del tiempo y el punto hacia el cual se encamina la historia de la humanidad. Ahora bien, el análisis de la Aufklärung, definiendo a ésta como el pasaje de la humanidad a su estado de mayoría de edad, sitúa la actualidad con respecto a ese movimiento de conjunto y sus direcciones fundamentales. Pero al mismo tiempo muestra cómo, en el momento actual, cada uno se siente de alguna manera responsable de ese proceso de conjunto.
La hipótesis que quisiera exponer es que ese pequeño texto se halla de algún modo en la bisagra de la reflexión crítica y de la reflexión sobre la historia. Es una reflexión de Kant sobre la actualidad de su empresa. Sin duda, no es la primera vez que un filósofo da las razones que tiene para emprender su obra en tal o cual momento. Pero me parece que es la primera vez que un filósofo ligar así, de manera estrecha y desde el interior, la significación de su obra con relación al conocimiento, una reflexión sobre la historia y un análisis particular del momento singular en que escribe y a causa del cual escribe. La reflexión sobre el “hoy” como diferencia en la historia y como motivo para una tarea filosófica particular me parece que es la novedad de este texto.
Y considerándolo así, me parece que se puede reconocer en él un punto de partida: el esbozo de lo que se podría llamar la actitud de modernidad.
Sé que a menudo se habla de la modernidad como de una época o en todo caso como de un conjunto de rasgos característicos de una época; se la sitúa en un almanaque donde estaría precedida por una premodernidad más o menos ingenua o arcaica y seguida por una enigmática e inquietante “postmodernidad”. Y uno se interroga entonces para saber si la modernidad constituye la continuación de la Aufklärung y su desarrollo o si hay que ver en ella una ruptura o una desviación con respecto a los principios fundamentales del siglo XVIII.
Remitiéndonos al texto de Kant, me pregunto si no se puede considerar a la modernidad más bien como una actitud antes que como un período de la historia. Con actitud quiero decir un modo de relación con respecto a la actualidad; una elección voluntaria que es efectuada por algunos; por último, una manera de pensar y de sentir, también una manera de actuar y de conducirse que a la vez indica una pertenencia y se presenta como una tarea. Sin duda, algo como lo que los griegos llamaban un ethos. Por consiguiente, antes que pretender distinguir el “período moderno” de las épocas “pre” o “postmoderna”, creo que más valdría indagar cómo la actitud de modernidad, desde que se formó, se encontró en lucha con actitudes de “contra-modernidad”.
Para caracterizar brevemente esa actitud de modernidad, tomaré un ejemplo que es casi necesario: se trata de Baudelaire, ya que en él se reconoce en general a una de las conciencias más agudas de la modernidad en el siglo XIX.
1) A menudo se intenta caracterizar a la modernidad por la conciencia de la discontinuidad del tiempo: ruptura de la tradición, sentimiento de la novedad, vértigo de lo pasajero. Y es en verdad lo que parece decir Baudelaire cuando define a la modernidad por “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente”.[5] Pero ser moderno para él no es reconocer y aceptar ese movimiento perpetuo; es por el contrario tomar una determinada actitud con respecto a ese movimiento; y esa actitud voluntaria, difícil, consiste en reconquistar algo eterno que no está más allá del instante presente, ni detrás de él, sino en él. La modernidad se distingue de la moda que no hace más que seguir el curso del tiempo; es la actitud que permite captar lo que hay de “heroico” en el momento presente. La modernidad no es un hecho de sensibilidad hacia el presente fugitivo; es una voluntad de “heroificar” el presente.
Me contentaré con cita lo que dice Baudelaire sobre la pintura de los personajes contemporáneos. Baudelaire se burla de los pintores que, hallando muy fea la vestimenta de los hombres del siglo XIX, no querían representar más que togas antiguas. Pero la modernidad de la pintura no consistía para él en introducir los trajes negros en un cuadro. El pintor moderno será el que muestre esa sombría levita como “el traje necesario de nuestra época”. Es el que sabrá hacer ver en esa moda actual la relación esencial, permanente, obsesiva que nuestra época mantiene con la muerte. “El traje negro y la levita tienen no sólo su belleza poética, que es la expresión de la igualdad universal, sino también su poética que es la expresión del alma pública; un inmenso desfile de enterradores, políticos, amantes, burgueses. Todos celebramos algún entierro”.[6] Para designar esa actitud de modernidad, Baudelaire usa a veces una litote que es muy significativa, porque se presenta bajo la forma de un precepto: “Ustedes no tienen el derecho de despreciar el presente”.
2) Esta heroificación es irónica, por supuesto. En la actitud de modernidad, no se trata en absoluto de sacralizar el momento que pasa para intentar mantenerlo o perpetuarlo. Sobre todo no se trata de recogerlo como una curiosidad fugitiva e interesante: eso sería lo que Baudelaire llama una actitud de “vagabundeo”. El vagabundeo se contenta con abrir los ojos, prestar atención y coleccionar en el recuerdo. Al hombre de vagabundeo Baudelaire le opone el hombre de modernidad: “Va, corre, busca. Sin duda alguna ese hombre, ese solitario dotado de una imaginación activa, siempre viajando a través del gran desierto de los hombres, tiene un fin más elevado que el de un puro vagabundo, un fin más general, distinto del placer fugitivo de la circunstancia. Busca ese algo que se nos permitirá llamar modernidad. Se trata para él de extraer de la moda lo que ésta pueda contener de poético dentro de lo histórico.” Y como ejemplo de modernidad, Baudelaire cita al dibujante Constantine Guys. En apariencia, un vagabundo, un coleccionista de curiosidades; que se queda como “el último en todas partes donde puede resplandecer la luz, resonar la poesía, hormiguear la vida, vibrar la música, en todas partes donde una pasión puede posar la vista, en todas partes donde el hombre natural y el hombre de convención se muestran con una rara belleza, en todas partes donde el sol alumbra los goces rápidos del animal depravado”.[7]
Pero no hay que engañarse. Constantine Guys no es un vagabundo; lo que lo hace para Baudelaire el pintor moderno por excelencia es que en el momento en que el mundo entero duerme él se pone a trabajar y lo transfigura. Transfiguración que no es anulación de lo real, sino juego difícil entre la verdad de lo real y el ejercicio de la libertad; las cosas “naturales” se vuelven allí “más que naturales”, las cosas “bellas” se vuelven “más que bellas” y las cosas singulares parecen “dotadas de una vida entusiasta como el alma del autor”.[8] Para la actitud de modernidad, el alto valor del presente es indisociable del ensañamiento en imaginarlo, en imaginarlo distinto de lo que es y en transformarlo, no destruyéndolo, sino captándolo en lo que es. La modernidad baudelaireana es un ejercicio donde la extrema atención a lo real se enfrenta a la práctica de una libertad que a la vez acata lo real y lo viola.
3) No obstante, para Baudelaire, la modernidad no es simplemente una forma de relación con el presente; es también un modo de relación que hace falta establecer con uno mismo. La actitud voluntaria de modernidad está ligada a un ascetismo indispensable. Ser moderno es aceptarse a sí mismo tal como uno es dentro del flujo de los momentos que pasan; es tomarse a sí mismo como objeto de una elaboración compleja y severa: lo que Baudelaire llama, según el vocabulario de la época, el “dandysmo”. No recordaré páginas que son demasiado conocidas: aquéllas sobre la naturaleza “grosera, terrestre, inmunda”; sobre la revuelta indispensable del hombre con respecto a sí mismo; sobre la “doctrina de la elegancia” que impone “a sus ambiciosos y humildes sectarios” una disciplina más despótica que las más terribles religiones; las páginas, finalmente, sobre el ascetismo del dandy que hace de su cuerpo, de su comportamiento, de sus sentimientos y pasiones, de su existencia, una obra de arte. El hombre moderno, para Baudelaire, no es el que parte al descubrimiento de sí mismo, de sus secretos y de su verdad oculta; es el que busca inventarse a sí mismo. Esa modernidad no libera al hombre en su ser propio; lo constriñe a la tarea de elaborarse a sí mismo.
4) Por último, agregaré sólo una palabra. Esta heroificación irónica del presente, este juego de la libertad con lo real para su transfiguración, esta elaboración ascética de sí, Baudelaire no concibe que puedan tener su lugar en la sociedad misma o en el cuerpo político. No pueden producirse más que en otro lugar que Baudelaire llama el arte.

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No pretendo resumir con estos pocos rasgos ni el acontecimiento histórico complejo que fue la Aufklärung a fines del siglo XVIII ni tampoco la actitud de modernidad bajo las diferentes formas que puedo asumir en el curso de los dos últimos siglos.
Por una parte, quería subrayar el arraigamiento en la Aufklärung de un tipo de interrogación filosófica que problematiza a la vez la relación con el presente, el modo de ser histórico y la constitución de uno mismo como sujeto autónomo; por otra parte, quería subrayar que el hilo que puede ligarnos de esta manera con la Aufklärung no es la fidelidad a unos elementos de doctrina, sino más bien la reactivación permanente de una actitud; es decir, un ethos filosófico que se podría caracterizar como crítica permanente de nuestro ser histórico. Y es ese ethos lo que quisiera caracterizar muy brevemente.
A. Negativamente. 1) Ese ethos implica en primer lugar que se rechace lo que llamaré con gusto el “chantaje” con la Aufklärung. Pienso que la Aufklärung, como conjunto de acontecimientos políticos, económicos, sociales, institucionales, culturales, de los que dependemos todavía en gran parte, constituye un dominio de análisis privilegiado. Pienso también que como empresa de ligar mediante un vínculo de relación directa el progreso de la verdad y la historia de la libertad ha formulado una cuestión filosófica que se nos sigue planteando. Pienso finalmente –intenté mostrarlo a propósito del texto de Kant- que ha definido una manera determinada de filosofar.
Pero esto no quiere decir que haya que estar por o contra la Aufklärung. Incluso quiere decir precisamente que hay que rechazar todo lo que se presente bajo la forma de una alternativa simplista y autoritaria: o aceptan la Aufklärung y ustedes permanecen en la tradición de su racionalismo (lo que por algunos es considerado como positivo y por otros en cambio como un reproche); o critican la Aufklärung e intentan entonces escapar a esos principios de racionalidad (lo que una vez más puede ser tomado en buen o en mal sentido). Y no es salir de ese chantaje el introducir en él matices “dialécticos” tratando de determinar lo que pudo haber de bueno y de malo dentro de la Aufklärung.
Hay que tratar de hacer un análisis de nosotros mismos en tanto seres históricamente determinados en parte por la Aufklärung. Lo que implica una serie de investigaciones históricas tan precisas como sea posible; y esas investigaciones no estarán orientadas retrospectivamente hacia el “núcleo esencial de racionalidad” que puede hallarse en la Aufklärung y que habría que preservar de todas formas; estarán orientadas hacia “los límites actuales de lo necesario”: es decir, hacia lo que no es o ya no es indispensable para la constitución de nosotros mismos como sujetos autónomos.
2) Esa crítica permanente de nosotros mismos debe evitar las confusiones siempre demasiado fáciles entre el humanismo y la Aufklärung. No hay que olvidar nunca que la Aufklärung es un acontecimiento o un conjunto de acontecimientos y de procesos históricos complejos, que se situaron en determinado momento del desarrollo de las sociedades europeas. Ese conjunto implica elementos de transformación sociales, de tipos de instituciones políticas, de formas de saber, de proyectos de racionalización de los conocimientos y de las prácticas, de mutaciones tecnológicas que es muy difícil resumir en una palabra, aun cuando muchos de esos fenómenos todavía son importantes en la actualidad. Lo que yo señalé y en lo que me parece que he sido el fundador de toda una forma de reflexión filosófica no concierne más que al modo de relación reflexiva con el presente.
El humanismo es algo totalmente distinto: es un tema o más bien un conjunto de temas que han reaparecido en varias recuperaciones a través del tiempo en las sociedades europeas; esos temas, ligados siempre a juicios de valor, han seguido evidentemente variando mucho en su contenido así como en los valores que han conservado. Además, ha servido de principio crítico de diferenciación: hubo un humanismo que se presentaba como crítica del cristianismo o de la religión en general; hubo un humanismo cristiano en oposición a un humanismo ascético y mucho más teocéntrico (eso en el siglo XVII). En el siglo XIX, hubo un humanismo desconfiado, hostil y crítico con respecto a la ciencia; y otro que depositaba en cambio sus esperanzas en esa misma ciencia. El marxismo fue un humanismo, el existencialismo, el personalismo también lo fueron; hubo un tiempo en que se sostenían los valores humanistas representados por el nacionalsocialismo y en que los mismos stalinistas decían que eran humanistas.
De esto no hay que extraer la consecuencia de que todo lo que pudo apelar al humanismo deba rechazarse; sino de que la temática humanista es en sí misma demasiado flexible, demasiado variada, demasiado inconsistente para servir de eje en la reflexión. Y es un hecho de que al menos desde el siglo XVII lo que se llama humanismo ha estado siempre obligado a basarse en algunas concepciones del hombre tomadas de la religión, de la ciencia, de la política. El humanismo sirve para adornar y para justificar las concepciones del hombre a las que en verdad está obligado a recurrir.
Ahora bien, justamente creo que se le puede oponer a esa temática del humanismo, tan a menudo recurrente y siempre dependiente, el principio de una crítica y de una creación permanente de nosotros mismos en nuestra autonomía: es decir, un principio que está en el seno de la conciencia histórica que la Aufklärung tuvo de sí misma. Desde este punto de vista, desearía más bien una tensión entre Aufklärung y humanismo antes que una identidad.
En todo caso, confundirlos me parece peligroso; y por otra parte históricamente inexacto. Si bien la cuestión del hombre, de la especie humana, del humanista fue importante a lo largo de todo el siglo XVIII, creo que fue muy raramente que la Aufklärung se consideró a sí misma como un humanismo. Vale la pena señalar también que a lo largo del siglo XIX la historiografía del humanismo del siglo XVI, que fue tan importante en personas como Sainte-Beuve o Burckhardt, ha sido siempre distinguida y a veces explícitamente opuesta a la Ilustración y al siglo XVIII. El siglo XIX tuvo tendencia a oponerlos al menos tanto como a confundirlos.
En todo caso, creo que así como hay que escapar del chantaje intelectual y político “estar por o contra la Aufklärung”, hay que escapar del confusionismo histórico y moral que mezcla el tema del humanismo y la cuestión de la Aufklärung. Un análisis de sus relaciones complejas en el curso de los dos últimos siglos sería un trabajo por hacer, que sería muy importante para desenmarañar un poco la conciencia que tenemos de nosotros mismos y de nuestro pasado.
B. Positivamente. Aunque teniendo en cuenta estas precauciones, evidentemente hay que darle un contenido más positivo a lo que puede ser un ethos filosófico que consista en una crítica de lo que decimos, pensamos y hacemos, a través de una ontología histórica de nosotros mismos.
1) Ese ethos filosófico se puede caracterizar como una actitud límite. No se trata de un comportamiento de rechazo. Se debe evitar la alternativa del afuera y del adentro; hay que estar en las fronteras. La crítica es en verdad el análisis de los límites y la reflexión sobre ellos. Pero si la cuestión kantiana era saber qué límites debe renunciar a franquear el conocimiento, me parece que la cuestión crítica hoy debe ser invertida como cuestión positiva: en lo que nos es dado como universal, necesario, obligatorio, cuál es la parte de lo que es singular, contingente y debido a coacciones arbitrarias. Se trata en suma de transformar la crítica ejercida en la forma de la limitación necesaria en una crítica práctica en la forma del franqueamiento posible.
Como es obvio, esto trae como consecuencias que la crítica ya no se va a ejercer en la búsqueda de estructuras formales que tengan un valor universal, sino como investigación histórica a través de los acontecimientos que nos condujeron a constituirnos, a reconocernos como sujetos de lo que hacemos, pensamos, decimos. En este sentido, esa crítica no es trascendental y no tiene como fin hacer posible una metafísica: es genealógica en su finalidad y arqueológica en su método. Arqueológica –y no trascendental- en el sentido de que no procurará extraer las estructuras universales de todo conocimiento o de toda acción moral posible; sino que tratará los discursos que articulan lo que pensamos, decimos y hacemos como otros tantos acontecimientos históricos. Y esa crítica será genealógica en el sentido de que no deducirá de la forma de lo que somos lo que nos es imposible hacer o conocer; sino que extraerá de la contingencia que nos hizo ser lo que somos la posibilidad de ya no ser, hacer o pensar lo que somos, hacemos o pensamos.
No procura hacer posible la metafísica finalmente convertida en ciencia; procura volver a lanzar tan lejos y tan ampliamente como sea posible el trabajo indefinido de la libertad.
2) Pero para que no se trate simplemente de la afirmación o del sueño vacío de la libertad, me parece que esa actitud histórico-crítica debe ser también una actitud experimental. Quiero decir que ese trabajo hecho en los límites de nosotros mismos debe abrir por un lado un dominio de investigaciones históricas y por el otro someterse a la prueba de la realidad y de la actualidad, a la vez para captar los puntos en que el cambio es posible y deseable y para determinar la forma precisa que se debe dar a ese cambio. Es decir que esa ontología histórica de nosotros mismos debe abandonar todos los proyectos que pretendan ser globales y radicales. En efecto, es sabido por experiencia que la pretensión de escapar del sistema de la actualidad para brindar programas de conjunto de otra sociedad, otro modo de pensar, otra cultura, otra visión del mundo no llevaron de hecho más que a prorrogar las más peligrosas tradiciones.
Prefiero las transformaciones muy precisas que pudieron tener lugar desde hace veinte años en un número determinado de dominios que conciernen a nuestros modos de ser y de pensar, las relaciones de autoridad, las relaciones de sexos, la manera en que percibimos la locura o la enfermedad, prefiero esas transformaciones siquiera parciales que han sido realizadas dentro de la correlación del análisis histórico y de la actitud práctica que las promesas del hombre nuevo que repitieron los peores sistemas políticos a lo largo del siglo XX.
Caracterizaría pues al ethos filosófico propio de la ontología crítica de nosotros mismos como una prueba histórico-práctica de los límites que podemos franquear, y por ende como trabajo de nosotros mismos sobre nosotros mismos en tanto seres libres.
3) Pero sin duda que sería totalmente legítimo haber la siguiente objeción: al limitarse a ese género de investigaciones o de pruebas siempre parciales y locales, ¿no existe el riesgo de dejarse determinar por estructuras más generales cuya conciencia y cuyo dominio se corre el riesgo de no poseer?
Ante esto, dos respuestas. Es cierto que hay que renunciar a la esperanza de acceder alguna vez a un punto de vista que pudiera brindarnos acceso al conocimiento completo y definitivo de lo que puede constituir nuestros límites históricos. Y desde este punto de vista, la experiencia teórica y práctica que hacemos sobre nuestros límites y su franqueamiento posible es siempre en sí misma limitada, determinada y debe rehacerse.
Pero esto no quiere decir que todo trabajo no pueda hacerse sino en el desorden y la contingencia. Ese trabajo tiene su generalidad, su sistematicidad, su homogeneidad y su apuesta.
Su apuesta. Está indicada por lo que se podría llamar “la paradoja (de las relaciones) de la capacidad y del poder”. Es sabido que la gran promesa o la gran esperanza del siglo XVIII, o de una parte del siglo XVIII, estaba en el crecimiento simultáneo y proporcional de la capacidad técnica de actuar sobre las cosas y de la libertad de los individuos unos con respecto a otros. Por otra parte, se puede ver que a través de toda la historia de las sociedades occidentales (tal vez es allí donde se halla la raíz de su singular destino histórico –tan particular, tan diferente de los demás en su trayectoria y tan universalizante, dominante con respecto a los demás) la adquisición de capacidades y la lucha por la libertad constituyeron los elementos permanentes. Ahora bien, las relaciones entre crecimiento de capacidades y crecimiento de autonomía no son tan simples como el siglo XVIII podía creerlo. Se han podida observar qué formas de relaciones de poder eran transmitidas a través de tecnologías diversas (ya sea que se trate de producciones con fines económicos, de instituciones con fines de regulación social, de técnicas de comunicación): las disciplinas a la vez colectivas e individuales, los procedimientos de normalización ejercidos en nombre del poder de Estado, de exigencias de la sociedad o de regiones de la población son ejemplos de ello. La apuesta es entonces: ¿cómo desconectar el crecimiento de las capacidades y la intensificación de las relaciones de poder?
Homogeneidad. Lo que conduce al estudio de lo que se podría llamar los “conjuntos prácticos”. Se trata de tomar como dominio homogéneo de referencia no las representaciones que los hombres se dan a sí mismos, tampoco las condiciones que los determinan sin que lo sepan. Sino lo que hacen y la manera en que lo hacen. Es decir, las formas de racionalidad que organizan las maneras de obrar (lo que se podría llamar su aspecto tecnológico); y la libertad con la que actúan dentro de esos sistemas prácticos, reaccionando ante lo que hacen los demás, modificando hasta cierto punto las reglas de juego (es lo que se podría llamar el aspecto estratégico de esas prácticas). La homogeneidad de esos análisis histórico-críticos está entonces garantizada por el dominio de las prácticas con su aspecto tecnológico y su aspecto estratégico.
Sistematicidad. Esos conjuntos prácticos dependen de tres grandes órdenes: el de las relaciones de dominio sobre las cosas, el de las relaciones de acción sobre los otros, el de las relaciones con uno mismo. Esto no quiere decir que existan tres órdenes completamente extraños unos de otros. Es bien sabido que el dominio sobre las cosas pasas por la relación con los otros; y ésta implica siempre relaciones con uno mismo; e inversamente. Pero se trata de tres ejes cuya especificidad y cuya intrincación hace falta analizar: el eje del saber, el eje del poder, el eje de la ética. En otros términos, la ontología histórica de nosotros mismos tiene que responder a una serie abierta de preguntas, tiene que ver con un número no definido de investigaciones que se pueden multiplicar y precisar tanto como se quiera; pero que responderán siempre a la sistematización siguiente: cómo somos constituidos como sujetos de nuestro saber; cómo somos constituidos como sujetos que ejercen o sufren relaciones de poder; cómo somos constituidos como sujetos morales de nuestras acciones.
Generalidad. Por último, esas investigaciones histórico-críticas son verdaderamente particulares en el sentido de que se refieren siempre a un material, una época, un cuerpo de prácticas y de discursos determinados. Pero al menos en la escala de las sociedades occidentales de las que derivamos, tienen su generalidad: en el sentido de que hasta nosotros han sido recurrentes; así el problema de las relaciones entre razón y locura, o enfermedad y salud, o crimen y ley; el problema del sitio que debe darse a las relaciones sexuales, etc.
Pero si evoco esta generalidad no es para decir que haya que describirla en su continuidad metahistórica a través del tiempo, ni tampoco seguir sus variaciones. Lo que hace falta captar es en qué medida lo que sabemos de ella, las formas de poder que se ejercen en ella y la experiencia que en ella tenemos de nosotros mismos no constituyen sino figuras históricas determinadas por cierta forma de problematización que define objetos, reglas de acción, modos de relación con uno mismo. El estudio de (modos de) problematizaciones (es decir de lo que no es ni constante antropológica ni variación cronológica) es por lo tanto la manera de analizar en su forma históricamente singular cuestiones de alcance general.

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Una palabras de resumen para terminar y regresar a Kant. No sí si alguna vez nos volveremos mayores. Muchas cosas en nuestra experiencia nos convencen de que el acontecimiento histórico de la Aufklärung no nos hizo mayores; y que todavía no lo somos. No obstante, me parece que se le puede dar un sentido a la interrogación crítica sobre el presente y sobre nosotros mismos que formuló Kant al reflexionar sobre la Aufklärung. Me parece que incluso es una manera de filosofar que no dejó de tener importancia ni eficacia desde los dos últimos siglos. Hay que considerar la ontología crítica de nosotros mismos no por cierto como una teoría, una doctrina, ni siquiera un cuerpo permanente de saber que se acumula; hay que concebirla como una actitud, un ethos, una vía filosófica donde la crítica de lo que somos es a la vez análisis histórico de los límites que se nos plantean y prueba de su franqueamiento posible.
Esta actitud filosófica debe traducirse en un trabajo de investigaciones diversas; éstas tienen su coherencia metodológica en el estudio a la vez arqueológico y genealógico de prácticas consideradas simultáneamente como tipo tecnológico de racionalidad y juegos estratégicos de libertades; tienen su coherencia teórica en la definición de las formas históricamente singulares en que han sido problematizadas las generalidades de nuestra relación con las cosas, con los demás y nosotros mismos. Tienen su coherencia práctica en la preocupación aportada para someter la reflexión histórico-crítica a la prueba de las prácticas concretas. No sé si hace falta decir hoy que el trabajo crítico todavía implica la fe en la Ilustración; pienso que sigue necesitando el trabajo sobre nuestros límites, es decir, una labor paciente que le dé forma a la impaciencia de la libertad.



[1] En Berlinische Monatschrift, diciembre 1784, vol. IV, pp. 481-491.
[2] Lessing, G., Die Juden, 1749.
[3] Mendelssohn, M., Phädon oder über die Unsterblichkeit der Seele, Berlín, 1767, 1768, 1769.
[4] Vico, G., Principii di una scienza nuova d´interno alla comune natura delle nazioni, 1725.
[5] Baudelaire, C. Le Peintre de la vie moderne, en Oeuvres complètes, París, Gallimard, 1976, t. II, p. 695.
[6] Id., “De l´héroïsme de la vie moderne”, op. cit., p. 494.
[7] Baudelaire, C., Le Peintre de la vie moderne, op. cit., pp. 469-693.
[8] Ibid., p. 694.

1 comentario:

Rocio dijo...

Me interesa mucho conocer sobre distintos pensadores y por eso averiguo en internet reflexiones y la idea de expresión que tienen ellos. Sin embargo ahora necesito aprender Limites Indeterminados ya que me lleve matematica, y por mas que me guste estudiar otras cosas no debo